Opinión | DE UN PAÍS

Necesidad de consensos

No fueron pocos quienes auguraron que las crisis que plantean desafíos globales actuarían como conductores de una nueva cultura política humanista y solidaria. Sin ir más lejos, nuestros economistas Xosé Carlos Arias y Antón Costas recuerdan con frecuencia la tesis del filósofo John Rawls al respecto de que “la incertidumbre estimula los consensos”. La pandemia del COVID y la reciente guerra en Ucrania han activado notables niveles de colaboración en el ámbito de la Unesco, la Unión Europea o la OTAN que confirmarían lo acertado de aquella predicción.

Y sin embargo, cuando alejamos el foco de los grandes escenarios internacionales y lo acercamos a las realidades locales, estatales, vemos cómo las cosas son bien distintas. Ni en España ni quizá en ningún país que mantenga todavía un parlamento digno de tal nombre, se ha rebajado el tono de la contienda política. Incluso ahora, con la multiplicación de toda suerte de partidos ideológicos e identitarios, el debate ha multiplicado –que no enriquecido– la saturación de puntos de vista, posiciones y matizaciones que acaban haciendo impenetrable el ruido de la discordancia local. ¡Con lo claro que estaba todo con la lucha de clases!

Mi tesis es sencilla: a mayor lejanía de la ciudadanía, del aliento de los electores en el cogote, los jefes de gobierno reunidos por ejemplo en Bruselas, son capaces de desplegar las amplias e inconfundibles alas de la razón, del interés común y hasta del buen sentido. Las diferencias son despachadas tras los pesados cortinones, evitándonos el penoso espectáculo de la disputa pública y los encuentros de los líderes fluyen entre susurros y sonrisas, en un baile pautado por los miembros más poderosos y experimentados, hasta lograr un texto resolutorio que sintetiza la unanimidad. Esto es lo que Weber denominaría la “ética de la responsabilidad”. Por el contrario, en la política nacional –de España, Francia o Italia–, la proximidad del pueblo soberano parece activar en los políticos la intransigencia y la defensa numantina de la posición. Es la “ética de los principios”.

Dicho de otro modo: cuando los centros de decisión se alejan, acatamos serviles sus dictámenes. Cuando aquellos se aproximan y aumenta nuestra capacidad de intervención y control sobre lo acordado, recelamos añadiendo dosis suplementarias de desconfianza, disenso y confrontación. Perseverar en este camino acabará por desincentivar cualquier voluntad de acuerdo entre las élites políticas locales y, en consecuencia, fomentará la desconexión de la ciudadanía respecto de sus parlamentos por considerarlos inútiles cámaras amplificadoras del desencuentro. Convendría, con Rawls, diagnosticar con acierto las incertidumbres y, sobre todo, estimular la necesidad de los consensos.

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