Eché los dientes en la política gallega enmendando los presupuestos que Jaime Trebolle le presentaba a Fernández Albor y éste, a su vez, al parlamento reunido entonces en Fonseca. Eran aquellos años en que la autonomía se construía día a día, apenas de la nada. Un puro ejercicio de la voluntad, de la necesidad de edificar desde la base, de ponerse a la altura de los tiempos que empezábamos a vivir. Un proceso difícil de aprehender hoy en toda su dimensión. Mal que bien aquello fue cuajando, ilusionando e incluso movilizando a las mejores cabezas del país. Las iniciativas legislativas que desarrollaban las competencias recogidas en el Estatuto encontraban en los parlamentos vasco y catalán, en particular este último, las piedrecitas blancas que nos señalaban el camino hacia la plena autonomía. Tras aquellos tiempos iniciáticos de ilusión y desvelamiento, vinieron después los de consolidación, también de una poderosa administración autonómica. El enorme cuerpo administrativo se hace hoy presente en todo el territorio y en el día a día de la dispersa población, un sinfín de cometidos que traducidos en términos cuantitativos ocupan hoy a alrededor de 100.000 empleados públicos autonómicos, el 10% de todo el empleo de la comunidad, y un peso directo en el PIB gallego del 20%.

Esta considerable masa corpórea adolece hace años de una cabeza política dimensionada en, al menos, semejante proporción. No es infrecuente que en la opinión del país se eche de menos la megalomanía de Manuel Fraga e incluso el tripartito fugaz de González Laxe o la presidencia de Touriño y su sombra bicéfala. El gobierno de la Xunta ha ido perdiendo dimensión estratégica e impronta política a medida que ha limitado sus objetivos de gestión a las necesidades del estricto cortoplacismo. Un repaso al proyecto autonómico de presupuestos para el próximo año no es sino un escueto recorrido por la carta de rebajas fiscales, pequeños ajustes y simbólicas inversiones para no reconocer la grave desconexión entre Xunta y los ayuntamientos gallegos, entre la Xunta y los grandes retos de país.

La ausencia del voto popular tras la presidencia de Alfonso Rueda lastra hoy también el impulso político que Galicia necesita. Como en todo el mundo, vivimos una época de cambio acelerado hacia una mayor soberanía productiva y energética, necesidad de desarrollar y atraer el talento, definir nuestro papel en las redes globales y actuar colaborativamente. Hace casi 40 años la mayoría de la clase política de entonces vio la oportunidad que el autogobierno abría para Galicia. ¿Quién se ocupa hoy entre nosotros de trabajar los nuevos horizontes?