Opinión | DE UN PAÍS

Vindicación de Felipe González

El 40 aniversario de la victoria socialista en las elecciones generales de 1982, que ahora se celebra con una exposición en Madrid, tiene un preámbulo señalado por el cartel electoral de 1977, aquel en el que Felipe González (Sevilla, 1942) se rodea de un pescador, un funcionario, una campesina y un obrero ante un sol naciente que se alza entre humos de chimeneas fabriles y pacíficas nubes blancas de esperanza. Una alegoría ingenua y casi oriental para alumbrar un tiempo preñado de felices augurios. La victoria del 82 sería pues –lo fue, en realidad– la culminación del proceso de enterramiento del franquismo y de consolidación de la democracia, nada menos. Y es que solo la alternancia en el gobierno, de la UCD tecnocrática del último franquismo al PSOE heredero de la tradición de la República, podía otorgar credenciales de legitimidad al sistema nacido con la Constitución de 1978.

Felipe González encarnó con brillantez aquel momento de síntesis entre la legitimidad del pasado democrático y las esperanzas de modernización y libertad demandadas unánimemente. Aquel joven abogado sevillano se había sabido rodear de algunas de las mejores cabezas de su generación y con Solana, Serra, Lluch, Maravall, De la Quadra. Ledesma, Morán y Guerra, Boyer, Almunia o Solchaga en el gobierno y un puñado de alcaldes como Tierno en Madrid, Maragall en Barcelona o Xerardo Estévez en Compostela, el país empezó a girar y a adquirir una velocidad de crucero que reconcilia, hasta hoy mismo, nuestro ser y el tiempo.

No fueron ajenas ni las influencias ni el ejemplo de las socialdemocracias nórdicas personificadas en Olof Palme, ni la densidad germana y europeísta de Willy Brandt y Helmut Schmidt o la apertura al medio Oriente de la mano de Bruno Kreisky o al mundo latinoamericano a través de Omar Torrijos y Carlos Andrés Pérez, rosa de los vientos que sigue guiando la acción y la reflexión de González.

La larga travesía del antiguo Isidoro no ha estado exenta de capítulos oscuros, no podía estarlo en tan larga y azarosa vida política. La guerra sucia del Estado contra ETA, la financiación ilegal del partido o la pertenencia a algún consejo de administración son capítulos vidriosos que no han restado autoridad a la sagacidad, equilibrio y responsabilidad de sus opiniones políticas. En las reflexiones de hoy no hay añoranza o nostalgia por el pasado. Felipe sigue siendo un hombre comprometido con el presente y en su discurso los clásicos valores asociados a la Constitución, la convivencia y la modernización adquieren renovadas perspectivas, siempre útiles.

Si no latiera todavía entre nosotros la deleznable herencia franquista del desprecio al político, Felipe González encarnaría de forma única la rara figura del estadista, un plausible presidente de una República Española.

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