En los coles, en los foros y en las redes sociales cada vez más profesores de Educación Infantil se están mostrando preocupados porque sienten en su alumnado tras el confinamiento un desfase con respecto a otras generaciones anteriores. La exposición a pantallas a edades cada vez más tempranas se está convirtiendo en algo demasiado habitual.

Es una sensación, dicen, porque no disponen de cifras para argumentarlo, pero lo cierto es que sí existen datos objetivos y fiables que les dan la razón: tanto la Organización Mundial de la Salud (OMS) como la American Academy of Pediatrics (AAP) insisten en la importancia de una ausencia total de pantallas de los 0 a los 2 años; y de las pantallas móviles de los 2 a los 6.

¿Estamos creando un mundo de analfabetos emocionales?

¿Estamos creando un mundo de analfabetos emocionales?

Al hilo de estas recomendaciones y si hay un punto realmente preocupante con respecto al uso abusivo de las pantallas es el riesgo de analfabetismo emocional. Para entender este concepto, lo mejor es que lo veamos con un ejemplo muy común en nuestros días y al que muchas familias habrán recurrido alguna vez — no se trata de fustigarse, sino de entender por qué este recurso resulta negativo para la salud mental de nuestros niños y niñas y tratar así de evitarlo a partir de ahora — 

La imagen, como digo, os sonará: un niño está llorando; un familiar/cuidador pone música en su dispositivo móvil y le entrega el dispositivo electrónico al pequeño que no deja de llorar cuando empieza la canción, sino en el momento exacto en el que el adulto de referencia le deja coger con sus manos el teléfono. 

¿Qué es lo que le estamos transmitiendo a ese niño? Que cualquier emoción aversiva presente o futura podrá ser eliminada con un dispositivo tecnológico, lo que, a su vez y a la larga, se traducirá en una grave incapacidad a la hora de controlar sus emociones. Porque, y aunque sí que es cierto que las emociones tienen un carácter preconsciente y que, por tanto, no podemos controlarlas, lo que sí podemos dominar es la gestión de las mismas. Aquí es donde está el quid de la cuestión: esa capacidad de gestión emocional futura va a estar influenciada en un gran porcentaje por las experiencias a las que hayamos sido expuestos en la primera infancia. Es entonces cuando se crean esquemas mentales de comportamiento ante determinadas situaciones y, más aún, cuando estas se vinculan a la emoción.

Por tanto, cuando un niño de esta edad llora de forma incansable porque no consigue lo que quiere, lo que realmente necesita es que le ayudemos a descender progresivamente esa intensidad emocional en un proceso que adquiere forma de triángulo equilátero: él llora y llora hasta alcanzar el pico de su emoción y, una vez ahí, el adulto de referencia le ayuda a calmar esa emoción de forma progresiva. Para eso, necesitamos algo fundamental: tiempo

Si, por el contrario, en lugar de acompañarle, simplemente le entregamos el móvil, lo que estamos haciendo es llevarle a un estado de calma de forma súbita e inmediata, e impidiendo por tanto que haya una gestión y un aprendizaje emocional, lo que, una vez más, en el futuro llevará a una nula o muy baja capacidad de frustración haciéndolo dependiente para la gestión de sus emociones de dispositivos externos a su propio cuerpo. Su autorregulación será nula porque, para controlar una emoción, siempre necesitará de un agente externo.

Las niñas y los niños son lo más importante que tenemos, y cómo los eduquemos hoy, impactará en la sociedad del mañana. No se trata de medir los resultados porque estos son inherentemente inmediatos, sino de valorar el impacto real que nuestras acciones tienen y que, por definición, solo es medible a largo plazo. 

Quizás el dejarle un móvil a nuestro pequeño pueda ofrecernos un resultado inmediato porque vemos cómo se calma pero, ¿y el proceso? ¿acaso no es importante el cómo llegamos a un objetivo cuando hablamos de educación?

Vivimos rodeados de pantallas, pero todo tiene su tiempo y su lugar. Educar en la realidad es una condición necesaria para transferir después nuestras formas de hacer y de ser a la virtualidad cuando ese edificio tenga una buena base. Sé que no es nada fácil ir a contracorriente en un contexto inundado de pantallas, pero creo que merece la pena hacer el esfuerzo para educar a niños felices, capaces de transitar y gestionar sus emociones.