La vida entre los dedos

Miguel López, el Hematocrítico, fallecido esta semana

Miguel López, el Hematocrítico, fallecido esta semana / J. Roller

Pedro Feijoo

Pedro Feijoo

Cuesta enfrentar esta página… La vida es un animal precioso, uno inmenso e inabarcable. Pero a veces, muchas veces, también es una bestia brutal. Una fiera despiadada que, sin aviso previo, estira sus garras, siempre afiladas, y nos devora el alma sin tan siquiera darnos tiempo a reaccionar. Digo tiempo, y pienso que en el fondo siempre se trata de lo mismo… Porque no hay mayor tesoro, no podemos acaudalar mayor fortuna que cada uno de los días, de los minutos, de los instantes que nos han sido dados. Porque nunca sabes cuál de ellos va a ser el último. Y, de pronto… Nada. Y llega este momento. Y es ahora, aquí, cuando sabes que al otro lado hay alguien que está sufriendo, alguien a quien, de la manera más atroz, la vida le ha dado uno de esos zarpazos segadores, cuando llenar el espacio en blanco, escoger las palabras correctas para componer aquello que quisieras transmitir, produce el más aterrador de los vértigos…

Digo todo esto porque esta semana ha venido el viento del este para llevársenos, así sin avisar, a una de esas personas que tanto y tan bien le hacían a la cultura de este país. Y a sus risas, y a su alegría… Se nos ha muerto Miguel López, más conocido como El Hematocrítico, y la chavalada del país llora el fallecimiento no solo de uno de sus más grandes profesores, referente y compañero sino, en realidad, la pérdida de una de las personas que mejor comprendían a nuestros pequeños y sabía cómo comunicarse con ellos. Porque, a sus cuarenta y siete años mal contados, Miguel aún era joven.

Y pienso que no es justo…

Si es cierto aquello que decía Oscar Wilde sobre la verdad, lo de que rara vez era pura y nunca simple, con la muerte sucede algo muy parecido. Rara vez es justa, y nunca oportuna. Menos aún cuando, además, viene a enamorarse de quien no debe. Porque a Miguel, hombre de un talento y una capacidad desbordante, aún le quedaba mucho por hacer, muchísimo por contarnos y entregarnos. Y no, no era de la muerte su corazón. Por más que ella se encaprichase con él, no era de la muerte, que su corazón tenía dueña. Y eso es lo que hace todavía más injusta esta tragedia.

Porque me consta que Miguel era un hombre bueno e inteligente, agudo como pocos y generoso a la hora de compartir sus talentos, que no eran pocos. Pero su corazón tenía dueña, y ni puedo ni quiero apenas imaginarme la intensidad del fuego, del incendio que ahora mismo arrasará cada aurícula, cada ventrículo, cada milímetro de hasta el rincón más oscuro de la última cámara de ese otro corazón, gemelo del de Miguel, que ahora llora solo y sin consuelo.

Porque no es justo…

Mi costumbre me dice siempre que, hasta donde sabemos, vida no hay más que una, y por eso tenemos la obligación de vivirla, de disfrutarla, de exprimir cada momento como si fuera el último. Porque, de hecho, no sabemos cuándo llegará ese último instante… Y yo sufro al no ser capaz de hacerlo. Yo, como tantos otros, me deslizo sobre la vida sin apenas control, resbalando por ella cuesta abajo y a toda velocidad hasta el final de cada día para, al final, encontrarme madrugada tras madrugada solo y, lo que es peor, sin saber cómo he llegado aquí. Y, al final, la vida es eso, justamente eso: la arena que se escurre entre los dedos de los que muertos que no querían morir, y los de los vivos que no sabemos cómo vivir. Desesperación, en todo caso…

Y no es justo.

Porque, sobre todo, ellos sí querían vivir. Y querían hacerlo juntos. No había más que verlos… Y ni puedo ni quiero imaginarme la angustia, la desesperación ante esa muerte inesperada, la urgencia y el dolor a la hora de cerrar los brazos, de apretar las manos con la fuerza de un mundo en común, y ver que, a pesar de todo, la vida se nos va. Se nos escurre entre los dedos, que por más que los apretemos hasta el dolor, hasta la fractura, la vida se nos va.

No sé cómo decir esto, no sé cómo consolar un corazón arrasado. No sé cuáles son las palabras correctas, su combinación exacta. Y tampoco sé de qué puedo servir. Tan solo puedo extender mis brazos y dejarlos así, abiertos. Y esperar, junto a los demás. Y, entre todos, convertirnos en red para ti. Ojalá tus amigos te sirvamos como mar de abrazos. Para que, por lo menos, podamos recogerte y darte consuelo. Cuando ya no puedas más. Cuando necesites caer. Cuando te dejes caer, hazlo sin miedo. Nosotros estamos aquí, contigo.

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