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Espejos

Imagen de la Feria del Libro de Madrid FDV

Permítanme que les cuente algunas de mis vivencias como escritora. No las narraré por vanidad, sino con un objetivo preciso, pues el oficio guarda todavía el aliento de lo legendario cuando en realidad, y con frecuencia, los escritores parecemos un poco aquellos barberos que en el medievo, tal y como cuenta Noah Gordon en “El médico”, visitaban ciudad tras ciudad con el único objetivo de vender sus extrañas lociones y pócimas. La semana pasada, en uno de estos viajes promocionales infinitos, recuerdo que, en un ascensor de hotel de Madrid —usualmente reservado para escritores por las editoriales— me topé con David Lagercrantz; ya saben, el autor sueco que, cuando falleció Stieg Larsson, continuó con la saga de Millennium. Estaba en la capital para promocionar su último trabajo, Obscuritas. Observé su elegante traje de pana —con los 30 grados que hacía de temperatura media en la capital— y su gesto de concentración, que no lo libró de que una servidora dirigiese el elevador a la planta de los desayunos en vez de a la de salida, pero mis torpezas son otra historia. El caso es que lo vi marcharse seguido de las miradas de admiración de terceros. Lo habían reconocido. Sonreí y pensé en el reconocimiento, en esa vanidad nunca comentada y con frecuencia perseguida. En realidad, los escritores no estamos aquí para que nos aplaudan, pues debemos ser conscientes de nuestra insignificancia. Pero sí deben volar nuestras historias, como referentes y hasta como bromas, como crítica y perspectiva que escape de lo gregario. ¿Será cierto eso de que siempre se valora más lo extranjero? Puede ser. No sé si mis compañeros de oficio tienen el reconocimiento que merecen.

Los escritores no estamos aquí para que nos aplaudan, pues debemos ser consientes de nuestra insignificancia. Pero sí deben valorar nuestras historias

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He apreciado la magia de la imaginación de Ledicia Costas, la irreverencia de los cuentos infantiles de Miguel López, la elegancia narrativa de Espido Freire; el intimismo e indiscutible estilo propio de Máximo Huerta, la valentía de los poemas de Defreds y Miguel Gane, la frescura, firmeza y sentido del humor de Elisabet Benavent, las sorprendentes e imaginativas historias de Manel Loureiro, los rompecabezas de Javier Castillo. Leer es pasar páginas y luego cerrar los ojos y soñar. Historias duras y reflexivas como las de Víctor del Árbol, atrevidas como las de Santiago Díaz, o amables pero con hondura como las de Nagore Suárez. Crudas y directas, como las Gellida. Paseos de misterio con el alma andaluza de Paco—Blue Jeans, o lluviosos e inquietantes de mano de Mikel Santiago, que en los últimos tiempos nos arrastra a los colores de las tierras del norte. Novelas en las que pesa la Historia, como las de Manuel Ríos, o la inquietante premisa de perder a quien más amas en un centro comercial, como en el último trabajo de Blas Ruiz. ¿A quién —con hijos— no le ha inquietado esa posibilidad alguna vez?

Ya ven, tienen ustedes material de sobra para escoger. He dejado de nombrar tantos autores nacionales que hasta me da vergüenza. Ahora, que acaba la Feria del Libro de Madrid y que he visto a tantos cientos de lectores haciendo cola solo por saludar y ver en persona a ese escritor que les ha acompañado un rato en sus vidas, creo que el esfuerzo vale la pena. Que esta vida de barberos medievales que llevamos los autores tiene algo de heroico, porque el pulso soñador se resiste a perecer ante la rutina de todos los días del mundo. Demos reconocimiento a quien cuenta nuestras propias historias. ¿Qué son los libros, sino espejos?

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