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El estreno de “La ladrona de huesos”

FARO DE VIGO adelanta un pasaje de la nueva novela del escritor pontevedrés Manel Loureiro, que llegará a las librerías la próxima semana

Manel Loureiro, delante de la portada de su nuevo libro "La ladrona de huesos"

¿Un escritor español que ha vendido ya más de 300 mil ejemplares de sus novelas en Estados Unidos? No abundan, pero Manel Loureiro (Pontevedra, 1975) es uno de ellos, y también puede presumir de que sus obras han sido traducidas a veinte idiomas.

Sus compañeros de clase en el colegio Sagrado do Corazón le recuerdan como un chaval siempre con una historia por contar en la boca. Sin embargo, la literatura no fue su primera apuesta profesional. Licenciado en Derecho por la Universidad de Santiago, y ya ejerciendo en un bufete de abogados, un día se le ocurrió abrir un blog en Internet donde escribir sus relatos por si a alguien le interesaban, y tras publicar su primera novela, Apocalipsis Z (Ed. Dolmen, 2007), su trayectoria en la literatura, marcada por lo que él define “thriller distópico”, aceleró cual Ferrari en una recta, respaldada por su fichaje por Plaza&Janés, perteneciente al grupo Random House, con el que editó títulos como Los días oscuros y La ira de los justos. Su éxito no pasaría desapercibido en Planeta, grupo que lanzó El último pasajero (2013), cuya edición inglesa (The Last Passenger) consiguió situarse una semana en el ‘top’ de ventas absolutas en Estados Unidos. Era la primera vez que lo lograba un autor español.

Manel Loureiro vuelve ahora a la carga con La ladrona de huesos, en la que trama y acción se desarrollan en su totalidad en Galicia, con el Camino (y la ciudad) de Santiago muy presentes y unos cuantos misterios por resolver, de los cuales, siguiendo las instrucciones del autor, casi no podemos darles ni señas.

El propio Manel Loureiro ha sido quien ha escogido este pasaje, perteneciente al capítulo 6 de una novela que “no podrán dejar de leer”.

  • Necesitaba aire fresco...

    ...Fue hasta la recepción y con el dinero que le habían dado la noche anterior pagó el alojamiento. Dudaba que volviese a pisar aquel lugar.

    Fuera hacía frío, pero el día prometía volverse más cálido a medida que pasasen las horas. El cielo estaba de un límpido color azul pálido, sin una sola nube en el horizonte y con la promesa de una maravillosa jornada primaveral. Laura caminó sin rumbo por las calles de Triacastela durante un rato, cruzándose con sus vecinos y con los peregrinos que se disponían a emprender una nueva jornada del Camino.

    Se detuvo de golpe, al ver un grupo de viajeros que salía de un edificio bajo y con pinta de haber sido renovado poco tiempo atrás. Charlaban entre ellos y se fijó en que unos cuantos tenían en sus manos un documento de papel que observaban con regocijo. Intrigada, fue hacia ellos y entró en el zaguán; un cartel de madera sobre la puerta rezaba ALBERGUE DE PEREGRINOS.

    Al otro lado del mostrador, un hombre calvo y algo pasado de peso se peleaba con unos libros intentando colocarlos en una estantería. Pese a todos sus esfuerzos, no había forma de que no se desparramasen sobre la balda, para su desconsuelo. A Laura le cayó bien de inmediato, sin ningún motivo.

    —Hola, ¿tiene un minuto?

    Al decir esto el hombre se giró y le dedicó una sonrisa de dientes desparejos que aun así resultaba encantadora.

    —Buenos días, ¿qué tal está? —dijo con voz nasal—. Bienvenida al Albergue de Peregrinos Miranda. Soy Miranda, propietario, encargado y librero frustrado. Al decir esto último señaló hacia la estantería, donde el último de los libros que se mantenía en pie se desmoronaba. Laura sonrió. Aquel hombre era realmente simpático.

    —Supongo que no viene a que le selle la credencial, ¿verdad? —Le echó una mirada escéptica a su atuendo—. No parece una peregrina, o por lo menos, así vestida no tiene pinta de ponerse a caminar.

    —¿Cómo dice?

    —La credencial para obtener la Compostela. —El hombre levantó un sello de caucho y lo estampó con un golpe seco sobre un periódico que tenía encima del mostrador—. El sello que certifica que cualquier peregrino a Santiago de Compostela ha pasado por aquí y ha hecho esta etapa del Camino.

    Así que era eso lo que observaban las personas que habían salido.

    —No, me temo que no —contestó ella con una sonrisa—. Aunque lo cierto es que tenía pensado ir hasta la catedral. Estoy deseando entrar en ella.

    —Pues si no es peregrina, se tendrá que contentar con verla desde fuera —contestó categórico.

    A Laura se le hizo un nudo en el estómago.

    —¿Cómo dice? —consiguió articular.

    —Desde lo del atentado yihadista en el santuario de Guadalupe el año pasado, las cosas se han puesto un poco... tensas, ya sabe —replicó Miranda—. No es solo en Santiago de Compostela. También pasa en Lourdes, en Jerusalén, en... Vamos, en cualquier ciudad que atraiga peregrinos. Las autoridades no se fían. Nadie quiere repetir lo de México. No es bueno para los fieles... ni para el turismo.

    —Ya veo... ¿Y cómo se puede entrar en el templo, entonces?

    —Bueno, por lo que he leído, solo tienen acceso al interior los peregrinos que tengan una Compostela sellada al completo y los vecinos de Santiago que pidan un permiso especial al arzobispado para poder asistir a las misas. —Se encogió de hombros—. Es un sistema con un montón de agujeros, pero al menos reduce mucho el flujo de gente al interior del templo permite que la seguridad pueda filtrar a los visitantes con ciertas garantías.

    —¿La seguridad?

    —Pero vamos a ver. —Miranda se inclinó sobre el mostrador—. Pero ¿de dónde ha salido usted? ¿No lee los periódicos?

    —No soy de aquí —musitó ella con voz débil. Aquello iba de mal en peor.

    —Hay varios arcos de seguridad alrededor de la catedral, entre Policía, Guardia Civil y la seguridad privada que ha contratado el arzobispado. —Se rascó la nariz con aire distraído—. Al principio hubo un montón de protestas. ¡Ya se puede imaginar! Pero ahora parece que las cosas están algo más calmadas. El sistema funciona, desde luego, y todo el mundo se siente más seguro, así que no está tan mal, después de todo.

    —Claro, claro. —Laura se pellizcó el labio inferior pensativa—. ¿Y cómo puedo conseguir una de esas... Compostelas?

    —Pues solo hay una manera, que yo sepa. Necesita una de estas. —Miranda sacó una libreta de cartulina de debajo del mostrador—. A lo largo del Camino hay un montón de lugares como este albergue, donde le pondrán un sello para certificar que ha estado allí en una etapa del Camino. Tiene que sellar la credencial al menos dos veces al día en los últimos cien kilómetros. Si llega a Santiago con suficientes sellos en su credencial, que atestigüen que ha hecho más de cien kilómetros a pie o más de doscientos en bicicleta, el arzobispado le dará una Compostela, el documento final que la acredita como peregrina a Santiago. Y con una de esas, le dejarán entrar en el templo sin problemas.

    —¿Cien kilómetros? ¿En cuánto tiempo?

    —Eso depende de cada uno. —Miranda se encogió de hombros—. Desde aquí hay siete etapas hasta Santiago, unos 135 kilómetros, en función de si va por San Xil o por Samos. En una semana la mayoría de los peregrinos lo hacen sin ningún problema y con eso cubre de sobra el mínimo. Piense que hay gente que viene andando desde Francia o Alemania... o incluso más lejos.

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