Viva la dependencia
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Practicar el desapego es necesario incluso, con las prendas de ropa a las que les tenemos más cariño
Abrió el armario, rebuscó entre mi ropa y, arrugando la nariz como quien recupera algo de la basura, me enseñó mi pijama. Lentamente, mi Lama fue estirando la cintura sin dejar de mirarme, hasta demostrar como aquella goma había cedido de tal manera que ambos podríamos pasar la noche dentro sin llegar a tocarnos.
No recuerdo dónde lo compré, tal vez en alguna mercería camino de casa. Sin embargo, a medida que, noche tras noche, su color verde iba desgastándose, que lo firmaba con lamparones y desfiguraba su forma, aquel pijama se fue convirtiendo en mi compañero de fatigas. Prescindir de él sería una traición.
Desde siempre he sentido una propensión a entablar relaciones de dependencia con personas, lugares y objetos cotidianos. Cuando regreso a alguna de las ciudades en las que he vivido, me irrita el mínimo cambio en mi geografía, como si encontrar una cadena de electrodomésticos donde solía estar mi librería fuese un intento de desfigurar mi pasado.
Durante años conduje un Fiesta de segunda mano al que sólo retiré cuando no puede evitar que entrase agua de la lluvia. Una tarde de domingo, mi Lama descubrió un champiñón en el maletero. Aquella seta diminuta crecía sin molestar a nadie, sin embargo, mi novio me obligó a elegir entre él o el coche.
Los defensores del desapego no dejan de propagar su fe. El aprender a soltar, a dejar ir, encabeza manuales de autoayuda. Las llamadas a deshacernos de lo obsoleto, de lo superado se multiplican y las relaciones de dependencia se han convertido en sinónimo de ahogo. Quizá esta especie de crisis en la cadena de suministros que vivimos nos ofrezca una salida y salir corriendo al centro comercial deje de ser un plan de fin de semana.
A sus setenta y cuatro años, mi madre conserva ropa de cama, manteles y vajillas de café que le regalaron en su boda. Cuando me cuenta la historia de esas sábanas de lino que siguen en el armario de su dormitorio, me acuerdo de mi pijama, con su goma estirada, sus lamparones y su verde gastado. Entonces, me entran unas ganas terribles de rescatarlo de su escondite, colgarlo en la ventana y convertirlo en mi estellada particular a favor de la dependencia.
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