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Rosendo Díaz-Peterson | Teólogo, doctor en Filosofía y Letras y Literatura, experto en Unamuno

"De la aldea solo salías por tres puertas: emigración, Guardia Civil o monasterio"

Salida de Vigo en 1961 en el "Covadonga", con destino benedictino a Nueva York con otros compañeros. // Archivo familiar

De los 12 hijos que tuvieron sus padres en Sober, 10 conocieron los hábitos y a él le tocó una historia que le llevó a altas cimas de pensamiento en Teología o en Literatura Española, no solo como profesor sino como investigador y teórico. Para todo ello tuvo que pasar por monasterios como el de Samos, San Clodio y Montserrat en España, antes de iniciar su experiencia americana, que le llevó por universidades católicas diversas. Vivió intensamente el profundo cambio de los años 60 como religioso progresista y admiró a Kennedy en Estados Unidos, además de tener relaciones con varios presidentes, entre ellos uno, Carter, que le reconoció por escrito el haberse ganado la nacionalidad americana con más méritos que muchos nativos. Benedictino primero, casado después y con tres hijos. Es doctor en Teología Dogmática (S.T.D.) por la Universidad Católica de América (Washington, D.C.), doctor por la Universidad de Lovaina (Bélgica, Sec. Lit.) en una especial combinación de Psicología y Sociología, doctor en Literatura y Cultura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Illinois (Urbana-Champaign), profesor de la Universidad Católica de Chile y de la Universidad Católica de Washington, así como catedrático de Literatura y Cultura Española en la Universidad de Drake (Iowa). Escritor, articulista, especialista en Unamuno, el Siglo de Oro... Vive en Cangas.

"Nací en 1935 en Figueroá, que no es nombre de pueblo sino el de una parroquia central del ayuntamiento de Sober, en la provincia de Lugo. Mi casa natal, A Casa do Barrio, no disponía de electricidad, ni de agua corriente, y tampoco las tuvo, por lo mismo, para los otros once hermanos que me precedieron, pues soy el menor de doce. Si estas condiciones resultan inaceptables para hoy, no lo eran para aquel entonces y para aquel lugar. Nunca me han pesado las durezas y limitaciones de la infancia sino que, por el contrario, tuve un orgullo de haber nacido en lugar privilegiado. Mi padre, don Tomás Díaz, estaba convencido de que su familia era guiada por los mejores valores de la tierra. Y mi madre, doña Rosa, se parecía a un Séneca o a un Manrique en su infatigable insistencia en la brevedad de la vida: "¡Para cuatro días que nos queda para vivir...!" era su respuesta inevitable cuando nos quejábamos de algo. Examinando documentos, puede llegar hasta el siglo XVI de nuestra familia Díaz, y yo diría que la vida en el barrio de Figueroá se mantuvo estática e inconmovible desde esos orígenes hasta la década de los sesenta, en la que experimentó importantes giros. En pocas partes se percibe tan intensamente un hálito de transcendencia como en la solana de la Casa do Barrio, adornada por preciosas huertas, praderas y colinas. Se oían las campanadas de la iglesia de Bomente como voces de la Iglesia. Debo decir que el enraizamiento en nuestra Casa do Barrio no disminuía lo que todos considerábamos un privilegio cuando se nos permitía visitar la de Garrido en Matamá (la de los Pérez). Mi madre era hermana de los Garrido, de un pueblo llamado Matamá de Arriba que tenía su Matamá de Abajo y aromas bíblicos".

"El estudio monástico. Además de los valores humanos y religiosos, una de las constantes insistencias de mi padre era el estudio. En conformidad con ello casi todos sus hijos salían de muy jóvenes a estudiar en el seminario, los monjes o las monjas. Después se quejaba de que eso de que "cada hijo trae un pan bajo el brazo" no funcionaba para él aunque esta insistencia la ocultaba conmigo ya que, siendo el más joven, abrigaba la esperanza de que me quedara a cargo de la casa solariega y sus terruños. Pero cuando él pensaba que ya me tenía seguro en casa, le pedí que me llevara a la abadía de Samos. No dudó a pesar de lo poco que lo deseaba. Salimos el 1 de marzo de 1950 para unirme a los 50 escolares que ya estaban allí; me llevó en una buena mula hasta la estación de Canabal, subiendo los dos a un tren para llegar hasta Sarriá y luego al monasterio. A partir de los siete años recuerdo haber pensado muchas veces, sin saber lo que pensaba, que necesitaba otras circunstancias para alcanzar un ideal entonces solo presentido. Fue precisamente este sueño el que me llevó a Samos, donde llevaban ya un tiempo dos de mis hermanos".

"Estudié en Samos hasta que ardió el monasterio y nos enviaron a nuestras casas respectivas para poco después, el grupo ya más reducido, hacernos ir al monasterio de San Clodio, cerca de Leiro. Allí también me llevó mi padre otra vez a su pesar. Llegamos por la noche y no sé cómo volvió a casa tras decirme "adiós" sabiendo que allí no había hospedería ni medios de transporte. Pero sabía arreglarse porque cuando visitaba a mi hermano mayor, el padre Basilio, en el seminario de Lugo, iba y volvía a pie desde Figueroá sobre sus zuecos. La estancia en San Clodio, dura y apresurada, nos sirvió para bajar al monasterio de San Vicente del Pino en Monforte para estudiar Filosofía, Teología, Álgebra... Recuerdo que en invierno se nos congelaba el agua en la habitación. Vivíamos en un ambiente netamente medieval, sin posibilidad de planear el futuro porque reinaba en esta época la obediencia como madre de todas las virtudes. Esta etapa fue un desafío para prepararnos para la siguiente: Montserrat, en Barcelona".

"Llegada a Montserrat. A partir de nuestra llegada a Montserrat casi todas las anotaciones en mi diario giran en torno a solemnidades religiosas, y ¡qué esplendorosas eran las de Montserrat! Recuerdo en abril de 1959 la celebración con ceremonias salomónicas de la consagración del altar mayor. El 26 fue dedicado al pueblo catalán y el 27 asistieron 45 gobernadores civiles ante los que el abad Escarré dio un discurso cuyo tono catalanista, a pesar de su disimulo, enfureció a muchos de ellos. Lo cierto es que Montserrat con Escarré se mantenía al día de todo y se decía que su liturgia era la más avanzada de la Iglesia. Allí proseguí mis estudios. El 30 de junio de 1959 salimos camino de Barbastro, con el fin de visitar el monasterio benedictino de El Pueyo, en Huesca, abandonado en la guerra civil porque sus monjes fueron asesinados. La fundación benedictina de Chile, a donde la Orden me tenía destinado a mí, quería anexionar el edificio a fin de cultivar vocaciones para llevar a ese país, en el que tan difícil era conseguirlas. Allí recuerdo una inesperada visita de Franco, que pasaba por Barbastro; su mujer nos sonreía desde el coche con repetidas inclinaciones de cabeza mientras que él se mantenía impasible, seguro de que ya nos bastaba con el privilegio de contemplar su figura. Yo tenía ahí 24 años y ya tenía a cargo unos cuantos novicios".

"Sacerdote a las Américas. En el Paular madrileño hicimos unos cuantos los votos solemnes y poco después recibimos en Barbastro la tonsura para volver a Montserrat a reemprender nuestros estudios de teología y obtener allí el diaconado. Nuestra rutina se veía interrumpida en aquel 1960 por los huéspedes que se refugiaban en el monasterio para escapar de la policía franquista. Se les veía paseando y disfrutando de los privilegios de embajada que les competía a las iglesias. Ya en 1961, tras una apresurada ordenación sacerdotal, nos llegó la orden de preparar nuestros pasaportes y el viaje a Estados Unidos. Mi primera misa la pude celebrar con unos días de permiso en mi parroquia de Figueroá con mi familia y vecinos, y me dio tiempo para visitar con mi madre a mis dos hermanas monjas de clausura en San Pedro de las Dueñas (León), una de las cuales sería después la abadesa del mismo. Y llegó el día de la marcha con cuatro compañeros, con los que salí de Vigo en el "Covadonga" el 5 de octubre de 1961. Me habían precedido generaciones de gallegos cuya despedida en barco a las Américas se equiparaba a un funeral. A los 15 días llegamos a Nueva York y de allí salimos para nuestros respectivos destinos, en mi caso para estudiar en el Saint Vicent College de Latrobe".

"La transformación. Saint Vicent me proporcionó una transformación mental en todos los sentidos. A pesar de la superabundancia material, nunca me había sentido tan espiritual antes. Fui enviado para mi primer ejercicio sacerdotal a la parroquia de Saint Charles, en Donora, porque la mayoría de feligreses eran descendientes de asturianos que habían ido allí para trabajar en las minas de carbón de Pensilvania. Ese mismo año visité por vez primera la Casa Blanca y un año después, en que volví por segunda vez con estudiantes extranjeros invitados por mi admirado presidente Kennedy, estaba ya en Washington para empezar los estudios de Teología en la universidad, ya que los de Montserrat no tenían título oficial. En 1963 residía en la rectoral de la catedral de San Mateo, a la que pertenece la Casa Blanca. Allí se oficiarían los funerales de un Kennedy vilmente asesinado y cuya presidencia representaba un giro histórico que no se había conocido desde el Renacimiento a pesar de haber caído en trampas peligrosas como Vietnam o Bahía de Cochinos".

"Para Chile me voy. Vino Chile después en mi vida, como prefecto de Estudios en nuestra Casa de Viña del Mar, superior en el de Puente Alto pero, sobre todo, profesor de Teología en la Universidad Católica de Santiago de Chile. Eran tiempos convulsos en que los estudiantes ponían todo en cuestión... o sea, que me enfrenté al desafío de esa década como profesor igual que me había enfrentado como estudiante en Washington. Luego pasé por Lovaina en los años 70, donde hice un doctorado en Psicología, Sociología y Teología y, por fin, volví a Estados Unidos, primero como profesor y encargado de tesis en Washington, después me doctoré en Literatura Española en Illinois, coincidiendo con el cambio hacia una vida conyugal y paterna. Acabé mi tiempo laboral en la Universidad de Drake en mi querida Iowa, donde nacieron mis tres hijos".

"Los 60 del cambio. Como tantos de mis compatriotas que emigraron de Galicia, también sentía yo que mis orígenes y la circunstancia histórico-política de la nación, por justa o injusta que pareciera a los que lucharon en la guerra civil, no abrigaba promesas de futuro. Los jóvenes que sintieran algo de atracción o necesidad de otras labores que no fueran las del campo solo podían salir de las aldeas por dos o tres puertas bien estrechas: la emigración, la guardia civil y el monasterio o convento. Para la segunda había que tener unas mínimas condiciones físicas y recuerdo que algunas mujeres de mi aldea, cuando yo quería irme a Samos, protestaron insistiendo en que era suficientemente alto para entrar en la Guardia Civil. Yo elegí la Iglesia y tuve que enfrentar, por circunstancias, la más anómala parafernalia de las casas religiosas a las que pertenecía y a las que serví con la más estricta fidelidad. Disfruté de la oportunidad de estudiar en lugares privilegiados y de enfrentar con entusiasmo las reformas de la Iglesia en aquella década convulsa y de cambio de lo 60, y fui testigo de los cambios educacionales de mi tiempo. En la política, disfruté y más tarde sufrí la presencia y ausencia de los Kennedy, cuyas consecuencias nacionales e internacionales creo que no han sido consideradas con la proyección que merecen. Ya quedó todo atrás, me retiré a comienzos del siglo XXI y vivo jubilado y feliz en Cangas con mi mujer, dos hijos en Estados Unidos y una en España, todos nacidos durante mi estancia en Iowa.

Los años 60 del cambio

  • La transformación del mundo parecía una realidad ante el colapso de la estructura aristotélico-tomista en aquella década de los 60 efervescente. Pero los antiguos valores, tanto en la Iglesia como en el Estado, seguían imperando. En el campo teológico se enfatizaba el estudio más directo de la Biblia y la patrística, el estudio de los primeros escritores del cristianismo, y hubo una euforia temporaria sobre la teología de "La muerte de Dios" sacada de una frase de Nietsche. A ello se añadía la moda del ecumenismo, abierto por vez primera a todas las ideologías religiosas... Pero las estructuras de la Iglesia, el Derecho canónico y la teología moral seguían manteniendo el status quo. Viví intensamente todo aquello".

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