Balaídos no está en obras. Solo se encuentra en transición cuando parece completo. Su estado natural es el gestante, como un feto que nunca llega al parto; niño vampiro anclado en el tiempo. Aunque lo sueñen como Guggenheim del fútbol, se presenta como inmenso galpón: híbrido en sus materiales, con las costillas al aire, dúctil en sus usos. La arquitectura determina los sucesos que acoge. Balaídos, anatema del Feng Shui, se asienta sobre un río y rompe las reglas de la armonía. En consecuencia, todo sucede al revés en este microcosmos. Iago Aspas viaja a través del espejo.

No existe techo sobre Río Alto, desde donde uno se asoma al cercano cielo; el inicio de un camino que no tiene más final que el infinito. No existen obstáculos entre Río y Orión. El aire es frío y puro en la cima. Sopla el viento. Los sonidos del partido y de las otras gradas suenan distantes, un eco de otra vida. El aficionado es allí el eremita de un templo en ruinas; el escalador que recién corona la montaña. En Balaídos, la grada de los que se opusieron grita más que la grada de animación y sobre la zona antaño de Celtarras se ha montado una carpa de obra. Cemento, acero, plástico... A Balaídos lo ha deconstruido Ferrán Adriá en pleno delirio.

Y es así que el estadio, Dark City en perpetuo movimiento, altera sus corrientes y sus mareas. Ni suena como antes ni se ofrece igual al sol, que entra ahora por las esquinas y deslumbra en la primera parte al Athletic. Las nubes acudirán al rescate del Celta en el segundo periodo. Porque también existe un particular microclima, que mezcla estaciones y meteoros.

Por ese mundo alternativo se mueve Iago Aspas como Alicia en su país maravilloso, como Once en el otro lado de Stranger Things. El moañés ha nacido para habitar Balaídos. Campo y jugador se funden en una simbiosis biológica. Iago detecta la variación casi imperceptible del barómetro, mide el ligero cambio en la dirección del viento, se anticipa al rayo que se cuela entre un jirón. Mientras, para el Tucu el fútbol es aquello que transcurre entre golpe y golpe; como el toro, su signo es el dolor.

Queda tiempo para que Maxi finja ignorancia en su cambio, dándole la espalda (ya amonestado, Hugo Mallo le advierte contra la sobreactuación); para que Lobotka y Radoja se crucen en el anochecer como Isabeau y Navarre en Lady Halcón; para que los aficionados célticos y rojiblancos intercambien aplausos cariñosos. Los del Athletic tenían un San Mamés y ahora tienen otro. Cada vez que viajan a Vigo, se encuentran un Balaídos distinto, laberinto que solo Iago sabe descifrar.