Una constante en la historia pontevedresa del siglo XVI, como en el resto de los núcleos urbanos europeos, es la pugna mantenida entre dos zonas urbanas claramente diferenciadas por estar o no incluidas dentro del recinto amurallado: el casco intramuros y su arrabal marinero, A Moureira.

La muralla define un espacio fiscal; sus puertas sirven para controlar el tráfico de mercancías e imponer sobre ellas los correspondientes impuestos. Este es el único medio de que disponía la Corona para hacer efectivo un impuesto netamente urbano, las alcabalas. En el campo, donde este control no se podía ejercer, la Real Hacienda no tiene más remedio que traspasar la percepción de impuestos rurales a la iglesia. Si las alcabalas legalmente detraen el diez por ciento de la producción artesana y comercial, el diezmo captura el mismo porcentaje sobre los rendimientos agrarios y pesqueros. La Corona, a su vez, reclamaría a la iglesia una parte considerable del producto diezmal a través de la percepción de las tercias reales y del excusado.

Una de las cuestiones más transcendentales de la vida de la villa lo constituía el pago de impuestos. Algo ya hemos dicho acerca de las alcabalas, que gravaban, teóricamente, el diez por ciento de la producción y comercio. En realidad, esta detracción era mucho menor; la Real Hacienda se contentaba con cobrar un tanto alzado anual, muy alejado de lo que podían rendir las alcabalas de exigir la tasa legal, al aplicar un sistema muy beneficioso para los contribuyentes, el denominado encabezamiento. Además, como estas concesiones se realizaban, como demandaban las Cortes, por períodos largos de tiempo sin alterar la cantidad pactada, la inflación devaluaba todavía más este impuesto. En enero de 1561, tocaba su fin el encabezamiento general del Reino. Aunque el nuevo, que empezaría a correr desde comienzos de 1562, incrementaba el monto alcabalatorio en un 37 por ciento, todavía continuaba vigente lo que se ha venido en llamar "el paraíso fiscal de las ciudades", la remota herencia de la lección dada por los comuneros a los monarcas castellanos. Además, el período de vigencia del nuevo encabezamiento era extraordinariamente largo, quince años.

Para acordar temas de gran trascendencia, como la aceptación o no del encabezamiento por menor que correspondía a la villa, era preciso que todos los vecinos, en concejo abierto, lo aceptaran, Esto es lo que sucedió en 29 de diciembre de 1561, en las que los vecinos más representativos de la economía pontevedresa solicitan del concejo que acepte el encabezamiento y que, bajo ningún concepto, admita la presencia de los temibles arrendadores.

Una inveterada práctica aconseja protestar por la suma asignada, considerándola abusiva, incluso antes de conocer su cuantía, el concejo decide solicitar de Su Majestad una rebaja en la cantidad encabezada, en atención a la pobreza que padecen sus vecinos y toda una retahíla de desgracias, que no existen más que en su imaginación y a las que tampoco debían hacer mucho caso los contadores de la Real Hacienda, acostumbrados al tono plañidero propio de este tipo de memoriales.

Según parece, la administración por parte del concejo de las alcabalas durante el encabezamiento anterior había supuesto la enajenación de las casas de consistorio, vendidas judicialmente, a petición de Juan de Vega, que había actuado como fiador.

Tradicionalmente, las reuniones del concejo se habían celebrado en la iglesia parroquial de San Bartolomé. A comienzos del siglo XVI, la complejidad de la administración municipal aconsejaba disponer de un edifico propio. En el concejo celebrado en esta iglesia parroquial, en 31 de enero de 1502, bajo la presidencia del asistente y justicia mayor de Santiago, García Pérez de Manzaneda, "mandaba a los dichos justiçias e regidores que dieren horden para fazer la casa del conçejo e consistorio". Filgueira Valverde supuso que, hasta la breve incorporación al realengo de la villa, en 1595, el concejo careció de casas consistoriales, afirmación que es necesario corregir. La vieja torre de la Bastida habrá sido empleada para este fin desde comienzos del siglo XVI y el corregidor Melchor de Teves y Brito se habrá limitado a una reforma en profundidad de la misma.

Las actas municipales nos informan cómo, en octubre de 1560, el concejo, desposeído de sus casas de ayuntamiento, había tomado para tal fin las situadas en la plaça pública de la dicha villa, esto, es la de A Ferrerría, propiedad de Dominga Estévez y sus hijos, contando para ello con el préstamo que hizo el capitán don Pedro Mariño do Campo. Esta edificación debería ser arrasada, "atento que no están en la perfección que hes nescesaria para el dicho hefeto que se toman". En octubre del año siguiente, se pregonaba la venta pública de los materiales procedentes del derribo. Mientras tanto, los regidores empleaban como lugar de reunión la casa de morada del juez arzobispal, la iglesia de San Bartolomé o la fortaleza arzobispal. Finalmente, en abril de 1562, el adjudicatario de la venta judicial de las casas consistoriales, Juan Vega, llega a un acuerdo con el regimiento y le entrega sus casas de consistorio. Esta recuperación permite al regimiento invertir en la adecuación de su casa original, ahora llamada "segunda casa de consistorio".

Junto a las casas municipales se localizaba la puerta de la Villa o de Santo Domingo, por abrir el núcleo intramuros con el espacioso campo, donde los mareantes tendían sus redes al sol, actual Alameda. El tramo de muralla en el que se insertaba esta puerta sufrió graves desperfectos en el invierno de 1788, que aconsejaron su total renovación. Su construcción corrió a cargo del maestre de obras Antonio, autor del santuario de la Peregrina.

Se conserva el diseño original de la nueva puerta de Santo Domingo; obra neoclásica, austera y bellamente proporcionada; dos pares de columnas toscazas enmarcan un arco de medio punto; sobre el entablamiento corre un friso en el que alternan metopas lisas y triglifos. Corona la puerta un frontón triangular. Dos florones cumplen la función de acróteras.

El derribo de este tramo de la muralla se realiza entre 1852 y 1855, bajo la supervisión del arquitecto municipal José García Limeses. La puerta de Santo Domingo poseía cierto valor artístico, muy apropiado al momento de su derrumbe, el único fragmento de la muralla ajeno al oscurantismo medieval, por lo que será repuesta, aunque con alteraciones, en el desamortizado convento de San Francisco, donde continúa.

*Al personal del Archivo de la Diputación Provincial.