Huir a Samarcanda
Ese afán por eludir la muerte me trae a la memoria una vieja leyenda
De mis años de bachillerato recuerdo a aquel singular profesor de latín, don Miguel de Roselló. Era oriundo de Menorca, vestía siempre de traje y chaleco, camisas hechas a medida con cuello de hechura impecable; soltero y solitario, bajo y fornido, gafas de grueso cristal que enmarcaban un acusado estrabismo. Había alumnos que no sabían cuál era el ojo con el que les miraba, y cuando en el aula se dirigía a alguien generaba dudas acerca de quién era el interpelado, pues más de uno, en la línea divergente de cada ojo, se sentía aludido. Tal vez por influencia de su lengua nativa, marcaba la pronunciación labiodental de la letra “v”, y nos estimulaba a seguirle en esa práctica; ni que decir tiene que ninguno de sus alumnos se avino a emularle en lo que teníamos por capricho extravagante. Pero él no cejaba en su pureza fonética, y seguía diferenciando la de la “v” en contraste con la “b” bilabial.
Sin familia y fuera de su tierra, hospedado en una fonda del pueblo, debía sentirse muy triste y solo. Decía de sí mismo que se consideraba tan poca cosa, tan irrelevante, que abrigaba la esperanza de que incluso la propia muerte se olvidase de él. En el fondo, era lo que en verdad deseaba, pues nada espantaba más a aquel hombre solitario que la muerte. No quería aceptar que esta es muy rigurosa en el cumplimiento de su cometido; no falla nunca. La Naturaleza le ha encomendado una tarea de aniquilamiento que cumple con indesmayable empeño. A cuenta de aquel afán de don Miguel, se contaban anécdotas y peripecias puestas en práctica por él con el pintoresco propósito de despistar a la muerte, de pasarle inadvertido, confundirla, engañarla, desorientarla, en suma, para que no reparase en él. Nunca las he creído por extravagantes. Lo que sí es cierto es que vivió tantos años que sus antiguos alumnos nos preguntábamos, entre risas, si, efectivamente, a la muerte se le hubiese despistado aquel hombre solitario que jugaba a esquivarla. Pero no, la muerte le encontró dormitando sobre la cama de su solitaria habitación en la fonda donde habitaba. Se comentaba que la muerte quiso cogerle a traición, inerme, sin capacidad alguna para el despiste o el camuflaje.
Este afán por eludir la muerte, por escapar de la parca, me trae a la memoria una vieja leyenda oriental, que de haberla conocido entonces podía habérsela contado al bueno de don Miguel para que cesase en su estrafalario e ingenuo empeño de burlar a la muerte; el día, hora y lugar de nuestro fin están ya escritos en los renglones ocultos de la historia, y cuando la muerte llegue al nuestro y lo lea cumplirá, inexorable, su cometido.
Me refiero a la leyenda de Samarcanda. Una mañana, el jovencísimo paje acude muy angustiado, con el rostro demudado, a ver a su señor, un príncipe persa. –Ayúdame, señor. Acabo de ver en los jardines de palacio a la Muerte y en cuanto esta se percató de mi presencia frunció el ceño y me miró de forma amenazadora, y según yo me movía, ella me seguía con aquella mirada inquietante. Creo que viene a por mí; soy muy joven, señor, y no quiero morir. –Bien, dijo el príncipe, y qué puedo hacer por ti. –Quiero ausentarme de palacio, huir a la ciudad más lejana, a Samarcanda, y pasar allí la noche; regresaré mañana, pero ahora he de ponerme fuera del alcance de la Muerte. –De acuerdo; coge el más veloz de mis caballos y parte ya para Samarcanda. Cuando el paje dejó el palacio, pensó el príncipe si todo aquello no serían más que figuraciones del muchacho por lo que decidió bajar a los jardines para comprobar si había razón para sus temores. Y ocurre que, en efecto, por entre los setos deambulaba la Muerte, con su paso lento, su manto negro y su guadaña; se acercó a ella y le dijo: –Con tu mirada amenazadora has atemorizado a mi joven paje que creyó llegado su fin. A lo que la muerte contestó: –Te equivocas; mi mirada, mi gesto no era de amenaza sino de sorpresa al verle aquí, porque esta noche tengo con él una cita inaplazable en Samarcanda.
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