La batalla de Alberto

Pedro Feijoo

Pedro Feijoo

Estos días no dejo de imaginarme a Núñez Feijoo atrapado en una de aquellas famosas viñetas de Idígoras y Patxi, aquellas en las que un José María Aznar desbordado por la evidencia de su propio absurdo acababa irremediablemente considerando para sí aquella verdad tan evidente, la de que Nunca debí salir de Valladolid... Y, la verdad, lo siento mucho, primo, pero visto lo visto no puedo dejar de pensar en cuántas veces habrás dicho para tus adentros “Nunca debí salir de Monte Pío”. O, ya puestos, de Os Peares...

Porque en estas elecciones se juega mucho más que el despacho presidencial de San Caetano. Es cierto que para buena parte del país lo más importante será eso, dilucidar si tendremos continuísmo, presidenta o la mayor sorpresa de todos los tiempos. Pero para mí, que no puedo dejar de vislumbrar la narrativa de todo lo que me rodea, esto va de otra cosa. Aquí hay algo más… De hecho, mucho más, a tal punto que esta campaña tiene más mimbres de epopeya que de mero relato electoral, plano y aburrido.

Porque, como decía, lo que aquí se juegan algunos es mucho más que una presidencia autonómica, ya sea ganada o heredada, o incluso el reparto del bizcocho parlamentario, en el que lo más delirante no sería una hipotética aparición de los ultrafachas. Qué va, ni mucho menos. Para chulos nosotros, y donde otros trolean la democracia permitiendo la irrupción de Vox en los estamentos públicos, aquí le hacemos un calvo a Santiago Abascal coqueteando con la posible irrupción de Democracia Ourensana en la rúa do Hórreo. Chúpate esa, Berlanga…

Pero entre tanto, a lo lejos, todo esto da absolutamente igual… En la Real Casa de Correos de Madrid, en el sevillano palacio de San Telmo o, muy especialmente, en la calle Génova lo único que importa es ver de qué manera resuelve Alberto esta nueva bola de partido. Comprobar si realmente Feijoo sigue siendo el “gran gestor” y Rueda su profeta o si, por el contrario, finalmente no se confirma un nuevo episodio en su meteórico ascenso hacia –como diría Groucho Marx– las más altas cotas de miseria. Desde luego, quién nos lo iba a decir, primo. Con lo contento que estabas con tu cestita de fruta…