En la Galaxia Post

Ahora el sufijo parece sugerir, mejor que tiempo (después) o posición (detrás), un cambio en la propia esencia semántica del sustantivo al que precede

Darío Villanueva

Darío Villanueva

En el rocambolesco escenario de la posmodernidad destaca la efervescencia polémica del posfeminismo. Sus últimas oleadas se están viendo en serios aprietos por los embates de la teoría queer y la irrupción no solo de la transexualidad, sino posteriormente de manifiestos contrasexuales. En este nuevo contexto, las personas no deben ya reconocerse a sí mismas como hombres o mujeres, sino como cuerpos hablantes para los que se propone como sinónimo un neologismo: poscuerpos.

Esta nueva aportación léxica viene a enriquecer lo que algunos autores califican de Era de los Post o Edad de los Post. Prefiero, por mi parte, en la estela de Marshall McLuhan, el rubro Galaxia Post. Ese mismo prefijo post- aparece en muchos conceptos clave hoy. La ortografía del castellano ha hecho decaer la letra final del prefijo y el guion, presentes todavía en libros sobre la sociedad postindustrial debidos a Alain Touraine y Daniel Bell. Ahora la sociedad posindustrial se confunde ya con la de la información y el conocimiento gracias a la revolución tecnológica propiciada por la informática, internet y la digitalización.

Más a la sombra del posmodernismo aparecen el poshumanismo y el posestructuralismo, cuyo fruto más granado es la deconstrucción de Jacques Derrida. Ernesto Laclau habló de posfundacionalismo, pero la politología actual plantea la noción de posdemocracia. Se manejan también poscolonialismo, posmarxismo y el ya aludido posfeminismo; y en medio de esta marea post-, ¿por qué dejar a un lado la posibilidad de una posliteratura? De ella ha escrito ya Alain Finkielkraut, que madrugó en denunciar "La derrota del pensamiento" y acaba de proclamar que hemos entrado en la edad de la posliteratura.

"La palabra en la novela es instrumental, ciertamente, sobre todo si la comparamos con su esencialidad en poesía"

Ahora el sufijo parece sugerir, mejor que tiempo (después) o posición (detrás), un cambio en la propia esencia semántica del núcleo sustantivo al que precede. Ejemplo máximo de esto podría ser posverdad, que equivale a bulo o mentira; poshumanismo representa, simplemente, cierre o final. Posliteratura no es ni la muerte que anunciaba Alvin Kernan en 1990 ni una nueva etapa, sino un cambio en profundidad de los fundamentos estéticos sin renunciar al aura de lo literario, sobre todo cara a la estima social y la difusión comercial. Como ocurre con la posdemocracia, mantenedora de los elementos formales del sistema y el ceremonial de las elecciones a costa de tergiversar su espíritu genuino.

Nada me disuade de pensar que la deconstrucción posmoderna está detrás de ese nuevo fenómeno que representa la consagración de una auténtica posliteratura.

Si sumamos los resultados de la actividad pre, sub o paraliteraria de escribidores como los que Julien Gracq desenmascara en "La littérature à l’estomac", y los textos también aportados por aquellos otros que, como denunciaba Gabriel Zaid en "Los demasiados libros", escriben sin haber leído nunca, nos sobreviene la avalancha de una letteratura debole, por remedar al recientemente fallecido Gianni Vattimo.

"Lo que está en juego es algo fundamental: la pervivencia de la literatura como lenguaje más allá de las restricciones del espacio y el calendario"

Muchos best sellers se caracterizan por una paradójica desliteraturización. Los define su no-estilo, como si una prosa autoconsciente de sus virtualidades poéticas pudiese convertirse en enemiga de lo que se pretende contar. Admitiendo la capacidad de su trama para captar enseguida y mantener viva la atención del lector, estos textos adolecen de falta de brío estilístico. La narración y la descripción incurren frecuentemente en banalidades, despilfarran párrafos enteros en proporcionar una información irrelevante: desplazamientos comunes de los personajes, acciones rutinarias, menús convencionales, etcétera.

La palabra en la novela es instrumental, ciertamente, sobre todo si la comparamos con su esencialidad en poesía. Pero de ahí a no aprovecharla para insuflarle cierta creatividad, imaginación o, incluso, lirismo hay un largo trecho.

Por otra parte, los protagonistas no evolucionan, sino que es por lo general el propio narrador el que enuncia transiciones que no nos ha descrito cabalmente. La prosa posliteraria puede ser correcta, pero cuando se trata, por caso, del diálogo no dibuja suficientemente a cada personaje en su singularidad diferenciada por edad, sexo, carácter o intenciones.

Lo que está en juego es algo fundamental: la pervivencia de la literatura como lenguaje más allá de las restricciones del espacio y el calendario. Esta dimensión de perpetuidad era inherente a lo literario porque conforma la propia textura del discurso, su literariedad, al programarlo, condensarlo y trabarlo como un mensaje intangible, enunciado fuera de situación pero abierto a que cualquier lector en cualquier época proyecte sobre el texto la suya propia, y lo asuma como revelación de su propio yo. En vez de “la palabra esencial en el tiempo” de Antonio Machado, ahora ¿palabra banal al momento?

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