De música, aromas y su poder evocador

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Llegado el momento de la sobremesa, que es tiempo de digestión sosegada por el diálogo, hablo del extraordinario poder evocador de la música. Uno de los comensales, familiar y otorrino de profesión, nos dice que, según investigaciones científicas, la mayor capacidad evocadora corresponde al olfato. Sorprendido, le doy vueltas al asunto. Sin duda alguna, la percepción de ciertos olores despierta recuerdos que permanecían aletargados en algún recoveco de la memoria. Es como si los epitelios olfativos, en el momento de la inhalación, tocasen a rebato y enviasen al cerebro un mensaje urgente y alborotado que aviva y despierta la memoria y con ella recuerdos del pasado asociados a un olor determinado. ¿Quién no conoce el episodio de la magdalena de Proust? Todos hemos vivido una experiencia similar. El olor a jabón Heno de Pravia evoca en mí los días de mi niñez vividos junto a mi abuela; rememoro mi juventud cuando me llega el perfume olvidado de una mujer inolvidable, o el olor peculiar e inconfundible del asfalto mojado de las calles de mi pueblo.

Según la ciencia, disponemos de unos mil receptores olfativos que hacen que vinculemos los olores a los recuerdos. Se trata de un proceso químico; de hecho, se define el olfato como un “sentido químico”. Las partículas aromáticas se desprenden de los cuerpos volátiles y se adentran por nuestros epitelios olfativos, y desde allí llegan a nuestro cerebro donde activan nuestra memoria. Se habla, por eso, de memoria olfativa. Nos dicen los científicos que es el sentido más fuerte e intenso de nuestra especie, muy desarrollado ya en los bebés, pues ellos identifican a su madre por el olfato. Retenga el lector este dato; todo empieza por una reacción química que estimula la memoria y desata una emoción.

En el caso de la música, las notas, aun volátiles, carecen de partículas susceptibles de producir acción química alguna. Hienden el alma por sí mismas. Pero hay más diferencias sustanciales entre aromas y música. El olor de algo agrada, en mayor o menor medida, o produce rechazo; es una reacción básica, instantánea, que se detiene en la superficie, sin generar emociones. Solo cuando, al cabo del tiempo, se repite y va asociado a algún recuerdo, podrá, por evocación, despertar alguna emoción, pero esta corresponde ya a la imagen evocada, no al olor mismo. Sin embargo, la música en todo momento es capaz, por sí misma, de despertar una emoción, al margen de que con el paso del tiempo pueda, además, adquirir una fuerza evocadora si se guardó en la memoria vinculada a alguna vivencia especial. Dicho de otro modo, la música, antes de su aptitud evocadora, ya tiene de por sí una poderosa capacidad emotiva que a ella solo corresponde.

"Retenga el lector este dato; todo empieza por una reacción química que estimula la memoria y desata una emoción"

Otra diferencia. El olor es mudo, inexpresivo, áfono. La música, sin embargo, nos habla. El compositor ha querido decir algo y para ello ha dotado a su partitura de fuerza expresiva. Las notas son letras y los acordes, sílabas y cada compás, una frase.

En suma, creo que no obstante la complejidad fisiológica de nuestro sentido del olfato, a pesar de la extrema finura de sus receptores y de la capacidad de almacenamiento memorístico de recuerdos, la fortaleza evocadora de la música es más intensa porque no solo ella puede volver a hacer presentes viejas emociones adormecidas entre los pliegues del alma, sino que ella misma es emoción capaz de agitar hasta la fibra más escondida de nuestra entraña.

Permítame ahora el lector narrar una experiencia personal. Durante años, oír los compases del pasodoble “España cañí” despertaba en mí un sentimiento extraño de angustia y me traía a la memoria un momento de la infancia que en su momento debió herirme profundamente. Me transportaba a mi habitación, a través de cuyo balcón veía la calle; eran las primeras horas de una tarde de domingo; las calles y la plaza estaban completamente vacías y por el aire serpenteaban las notas del pasodoble. Desconozco qué pudo alancear mi ánimo en aquel instante para que la imagen de la calle desierta y el hechizo de aquella música sembrase en mí congoja y aflicción. La sensación de soledad, la tristeza inmensa del vacío, no lo sé, pero aquella visión y aquella música se albergaron en algún rincón de mi cerebro, y cada vez que sonaban en cualquier lugar aquellas notas fatídicas, mi memoria abría el portón de las imágenes y revivía aquel instante con la misma sensación de desconsuelo.

Pasados muchos años, ya adulto, con ocasión de una estancia en París, subí a lo alto del Arco del Triunfo, y desde su espléndido mirador contemplé la vista maravillosa de la avenida de los Campos Elíseos y los tejados de París, con las típicas mansardas de sus buhardillas. De pronto e inesperadamente, irrumpieron en el aire, como una bandada de recuerdos, los compases de “España cañí”. No podía saber si la música ascendía desde la calle o salía de alguna terraza o buhardilla. Pero allí estaban, fundiéndose entre las notas del pasodoble, los dos escenarios, la calle triste y desierta de la infancia y el espectáculo exultante de las alturas parisinas; ese reencuentro de mi infancia, esa fusión de infancia y madurez bajo la envoltura mágica de la música produjo en mí una conmoción indescriptible. Y, sin saber cómo ni por qué, lentamente, pausadamente, la vieja herida se hizo cicatriz.

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