AL AZAR
Sánchez Dragó muere a contracorriente
Sirva este artículo para alejarse hasta donde sea posible de los entusiastas de la muerte de Fernando Sánchez Dragó, que lo han despedido en las redes asociales al grito de “Ya era hora” o “Un pederasta y un fascista menos”. Ningún verdugo de este castigo insuficiente adjunta en la lista a Pablo Neruda, y se supone que somos culpables quienes hemos leído con fruición a ambos, sin advertir que eran tan malignos como la creadora de Harry Potter.
El atractivo intelectual de Sánchez Dragó se cimenta en el postfranquismo por su imagen de contrarian, el disidente o pensador a contracorriente que a escala internacional consagró Christopher Hitchens. En ambos casos, la matriz ultraizquierdista no les impedía aplaudir la invasión a muerte de Irak por las tropas y las tripas de George Bush. Eran antimilitantes viscerales, difíciles de asimilar por los flemáticos sajones y de imposible digestión en la España visceral y solanesca.
Sánchez Dragó también se muere a contracorriente, y esta negación incumplida de la desaparición se entromete en su doble dialéctica contra un fascismo enterrado y contra las utopías del resentimiento. La felicidad era un concepto inédito en la transición, y aunque nadie llamaría cobarde al intelectual fallecido, tenía que refugiarse en banalidades orientales para camuflar su estado de ánimo optimista. La vocación asiática nos obligó a desertar de su prosa antes de tiempo.
Sánchez Dragó ha sido uno de los mejores polemistas de la España contemporánea, además de una persona educada y dialogante. Se diferencia aquí de quienes lo juzgan por la moción de censura de Tamames que se ha inscrito erróneamente en los esperpentos valleinclanescos, aunque milita sobre todo en el teatro pánico de Fernando Arrabal, único superviviente de la saga.
La disidencia de sí mismo, la provocación desideologizada, nadie negará que Sánchez Dragó se ganó un odio en la despedida que constituye su mayor triunfo. Se saltó las fronteras imprescriptibles entre franquistas y republicanos, se ciscó en las convenciones, es la presa ideal para la sociedad más inquisitorial que vieron los tiempos.
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