Crónica Política

Las líneas maestras

Javier Sánchez de Dios

Javier Sánchez de Dios

A estas alturas, con gran parte del oficio político español empecinado en cavar trincheras ideológicas con las que justificar, unos, el asalto a las instituciones y, otros, reivindicando los antiguos valores, parece incluso una ingenuidad citar a los pocos que tratan de aplicar sentido común en un país cuyos gestores lo han perdido. Pero no es novedad: se trata de culminar desde la izquierda radical –desde el PSOE actual a Bildu, pasando por ERC y las derechas separatistas de Cataluña la antigua CiU y el País Vasco– una estrategia que se inició en 2018 con la moción de censura contra Rajoy. Entonces comenzó algo que tenía poco que ver con don Mariano y sus errores: se trataba de “okupar“, por fases, el Estado.

Esa estrategia, cuyas líneas maestras se orientan –en síntesis– hacia la liquidación de la Transición –el debate abierto antes de la agonía de Franco entre el pacto y el “cambio”–. Y que incluye una nueva Constitución, esta vez sin acuerdos: esa es la razón que nunca confesará el presidente Sánchez mientras haya elecciones en España y pueda intentar ganarlas a base a cheques, ayudas, subvenciones y subidas consecutivas del salario mínimo. Una política de gasto que es suicida y otra de contrataciones públicas para disimular el paro, clientelar, por si falla la primera aunque los abalorios lleguen envueltos como sirviesen para llevar al país en su conjunto hacia el progreso.

Eso aparte, es –la estrategia en cuestión– un disparate parecido a cualquiera que pretenda dar un giro súbito cuando conduce a doscientos kilómetros por hora en una carretera comarcal. Pero el presidente de la coalición –de tres: PSOE, UP y Yolanda Díaz– está en otra cosa, además de continuar en el sillón. A pocos extrañaría que en el fondo quiera pasar a la historia no por desenterrar a un muerto, sino por presidir la III República, sin preocuparse de cómo acabaron las dos primeras. Su ignorancia –voluntaria– de la historia de este país resulta casi tan grande como la sordera que aplica a los consejos que le ofrecen sus “barones”. Por cierto, a los que trata peor que a sus socios de Podemos.

Este es el panorama general, visto por supuesto desde la perspectiva de quien lo describe. En él existen los moderados, gente que sí ha leído lo que hay que saber para transformar de verdad un país, empezando por aquello de Ortega y Gasset: “para forjar un país es preciso un proyecto común”. Y don Eduardo fue firmante del Pacto de San Sebastián que dio lugar al primer gobierno de la II República. Y –dicho sin mala intención y ya puestos–, sin elecciones: “sólo” con la abdicación de Alfonso XIII. Acaso como le gustaría ahora a don Pedro si hubiese ocasión; de momento, actúa como si la legitimidad fuese un concepto creado para él y los suyos, sean socios o aliados con precio fijado.

Expuesto todo ello, procede una observación más. En Galicia, hasta ahora –salvo algún periodo corto– no hubo en estos años una situación tan tensa como la actual en España. Y sería una lástima que los partidos galaicos cayesen en los mismos defectos que los estatales. El resultado parecería las Cortes, convertidas en un reñidero medieval. Y el debate presupuestario de esta semana, como la sesión “de control”, ha recordado por momentos el talante tercermundista de una parte de quienes se sientan en el hemiciclo donde dicen reside la soberanía nacional. De ahí que, con todo respeto, convenga recordar a sus señorías –a todas– que en los debates se puede criticar con fiereza y disentir en las votaciones. Pero el Presupuesto es la línea maestra del programa que respalda a una mayoría coherente de la Cámara. Y, por tanto, descalificar al gobierno que los elabora es un modo propio del Congreso actual: no conviene parecerse a él, ni en las formas ni en los fondos, como hizo la oposición. Porque, aunque no lo crea, la libertad y la democracia son otra cosa.