Una de los –muy escasos– dogmas del oficio político es que, cuando la diversidad de criterio en una organización se vuelve motivo de fractura, las minorías tienen solo una opción: o se someten, o se van. Por una razón sustancial: si hay algo que los electores no perdonan son las guerras internas entre aquellos que les piden la venia para gobernar. Porque resulta que hoy en día, la democracia es bastante más madura de lo que suponen algunos de quienes creen manejarla, y la gente del común ya no comulga con ruedas de molino ni está para que le tomen el pelo.

Tan es así que el argumento para el rechazo no puede apoyarse en una base más simple: ¿cómo va a dirigir nada menos que un Estado quien no sabe siquiera mantener unidas a sus gentes? La respuesta está en las urnas y es fácil de interpretar, a pesar de que los derrotados busquen como cataplasma multitud de motivos cada cual más pintoresco. Hasta tal extremo que se ha llegado a culpar de los desastres electorales a la ciudadanía por el “error” de retirar su apoyo a quienes nada resuelven y todo lo complican. O sea, que la “culpa” la tienen los votantes, no los votados.

En términos de Galicia, ésa es la situación por la que atraviesa el hasta hace poco segundo partido en importancia de cuantos se disputan la gobernanza del Reino: el PSdeG/PSOE. Su tercer –y último– puesto parlamentario actual es el resultado de haber olvidado aquel dogma y presentarse ante los militantes y el público en general, como una especie de barahúnda de opiniones en las que ninguna convencía a nadie –a veces ni a sus defensores–, carente de programa y en apariencia tan dócil a sus mandos federales que le sobraban siglas propias y hubiese bastado con la palabra “sucursal”. Dicho con el mayor de los respetos.

Pero esos errores no pueden endosarse solo a la responsabilidad de la dirección saliente, pese a que inició su andadura con uno de relieve: asegurar que tendría “críticas” ya antes de empezar. Algo que prácticamente fue en lo único que acertó, aunque pagó un precio enorme: se dieron por aludidos no sólo sus adversarios políticos, sino también los media y, por supuesto, no pocos de sus compañeros de partido. Y olvidar la escala de enemistades –“la peor, los compañeros de partido”– que diseñó un británico doctor en artimañas convenció de que “ahí había poco peso” incluso a los que llegaron a apoyar a la directiva del señor Caballero.

Dicho eso, por supuesto una opinión personal, procede explicar la razón de considerar otro error, y grave: endosar la crítica sólo al equipo del ya ex/secretario xeral. Hay otros, hombres y mujeres de peso e influencia en las filas del socialismo gallego, que se limitaron a esperar sentados ante la puerta de sus residencias hasta ver pasar el cadáver político de su rival. Una actitud que en Galicia se percibe casi tan lesiva como la del que desea que “cuanto peor, mejor”: el resultado final suele ser perjudicial para todos, los de la procesión que acompaña al difunto y los que esperan recibir su herencia. Así que más le vale al congreso –y al país– de los socialistas de aquí que de sus debates salgan los más capacitados para coser no ya un roto, sino un desaguisado. Y, hasta ahora, no parece que unos y otros estén en disposición de llegar a acuerdos necesarios. Que, además, han de ser duraderos.