Opinión | Escambullado no abisal

La decrepitud

A este lado de la verja estamos envejeciendo. En esta orilla del estrecho ya la piel se nos descuelga y nos crujen las articulaciones. Nos estamos pudriendo poco a poco, escondidos tras los aduanas como quien se maquilla. Le afeamos a África su juventud para disimular que se la codiciamos. Nuestros padres se lanzaron con el hatillo a los mares y carreteras por soñar con mejor vida. Han variado las circunstancias, pero es igual el espíritu. Criticamos aquello que también hemos sido. Nos asusta aquello que también hemos hecho. No nos estamos convirtiendo en ancianos dulces, de pelo algodonado y manos suaves. Ni nos esforzamos en seguir al tanto ni repartimos caricias y consejos. Nos estamos haciendo viejos malos, cascarrabias, desdentados, de los que dan capones a los niños y mascullan improperios. De esos para los que todo es ruido y amargura.

Incluso nuestro fascismo ha envejecido. Ya no es aquel de cristal y acero, dinámico e impetuoso, que saludaba Marinetti. Es un fascismo de señorones; de chaleco, gomina y copa de balón. No de conquistar, sino de conservar; no de diseñar al hombre nuevo, sino de bótox y braguero. Abascal es un fantoche que se disfraza de jaque. Su España huele a naftalina.

Sucede igual en todo el Occidente. Hemos dejado de tener hijos. Nuestro porvenir concluye con nosotros. No trabajamos con generosidad para los que vendrán después. Protegemos con avaricia lo que hemos acopiado pese a que carezca de destino. Nos hemos convertido en el que no se atreve a abrir la puerta cuando timbran; el que escatima el céntimo aunque se encuentre al borde de la muerte y se irrita si no le ceden el paso. Hemos escogido ignorar lo que en realidad intuimos: que un día derribarán la puerta y nos encontrarán secos sobre el sofá, rodeados de esas pertenencias que tanto temíamos que nos robasen. No queremos que nadie nos herede y solo conseguiremos que nadie nos llore.

Esta crisis migratoria con Marruecos ha sido un órdago diplomático de carnes ateridas que ha valido para retratar una vez más la vejez de la que hablo. Lo cierto es que nos necesitamos. Ellos, nuestro bienestar; nosotros, su vigor. Estados Unidos se construyó sobre oleadas de sangre fresca y por eso sustituyó a las caducas potencias. Lecciones que se olvidan. La pureza genera taras y el mestizaje enriquece.

El inmigrante no roba ni arrebata pese a esos cuchicheos de sacristía que se escuchan en las tertulias. Consume y produce como cualquiera y encima desembarca enérgico. “Prometo correr como un negro para vivir como un blanco”, había declarado Eto’o en su presentación con el Barça. Los blancos ya damos por sentado que viviremos como blancos, que en el color se nos incluye el derecho. Hemos dejado de correr. Pero el reloj de la historia nunca se detiene.

Claro que la diversidad genera fricciones: de piel, de religión, de costumbres, de acentos en contacto y en conflicto. La diversidad nos revuelve y nos desordena. Nos puede confundir su guirigay. Cualquiera de sus problemas resulta preferible a esa supuesta serenidad que se nos anticipa en los pueblos vacíos: el silencio, la telaraña, el desconchado. Eso es lo que estamos custodiando: la paz de los cementerios.

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