Opinión | Escambullado no abisal
Mentiras

Manel Monteagudo en su biblioteca personal / Alba Villar
Todos mentimos, aunque no hayamos concebido hijos y salido esporádicamente de casa durante 35 años a la que vez que yacíamos en coma, como Manel Monteagudo. Fabulamos, exageramos, falsificamos, confundimos y entremezclamos, que es lo mismo. Aseguramos manejar un inglés medio, hablado y escrito. Juramos que existe vida tras la muerte. Rebajamos edad y kilos. Presumimos de sueldos que no cobramos. Nos camuflamos bajo el maquillaje, tras las fajas y sobre los tacones. Sostenemos que nuestro peor defecto es el perfeccionismo. Negamos la tristeza y el deseo. Impostamos la felicidad y el afán.
Mentimos en las encuestas y en las entrevistas de trabajo. Mentimos a los vecinos y a los jefes. Mentimos por piedad y por codicia. Mentimos en el texto de los correos y en la pose de las fotos. Mentimos desde el primer sollozo hasta el último estertor.
La mentira nos sostiene como individuos y como sociedad. O al menos el silencio, que es otra forma de mentira. Nada hiere tanto como la verdad; esa verdad expuesta, voceada y jamás solicitada que destruye amistades y desgarra familias. Nadie resiste la verdad, sobre todo la que nos escupe el espejo. Pactamos las mentiras en las que nos refugiamos. Todo me va bien. Te quiero mucho. Tenemos que vernos más.
Manel mintió de manera hermosa, gallega, a lo Cunqueiro y Fernández Flórez. A la vez que mentía, nos retrataba en su alegoría. Todos nos comportamos como comatosos despiertos o conscientes en coma. Existimos en ese territorio brumoso entre la realidad de lo que somos y el delirio de lo que queremos o creemos ser. Habitamos en una permanente duermevela. Manel, en todo caso, solo ha sido culpable de hablar en sueños.
El fraude suele describir con mayor precisión al defraudado, sus fragilidades y anhelos, que al defraudador, que se aprovecha de ellos. Arthur Orton era un carnicero inglés que en 1865 leyó en la prensa que Lady Tichborne estaba recabando información sobre su hijo, Roger Charles, que había desaparecido en un naufragio, y decidió hacerse pasar por él. Roger Charles había sido refinado, esbelto, frío. Orton era rechoncho, grosero, tierno. No se habría podido concebir dos seres más diferentes.
Lady Tichborne acogió a Orton y lo celebró como al heredero extraviado. Eligió engañarse a sí misma y saciar así su vacío. Orton solo fue denunciado y juzgado después de que ella falleciese. Acabó en la cárcel por suplantación de identidad. Sin embargo, el público lo adoraba. Su consuelo había sido tan real como la devoción de aquella madre desesperada. Ha sido real la esperanza que la historia de Manel nos había proporcionado: en la resistencia, en el alma, en la redención. Nunca debió destejer su relato ni Dorothy desenmascarar al Mago de Oz. Hay mentiras que merecen conservarse.
“Papá lo sabe todo”, afirman los niños. Nacemos desvalidos y así permanecemos, amparándonos en el regazo de nuestros padres hasta que nos convertimos en ellos. Ya hace tiempo que no sé qué contestar a las preguntas de mis hijas, pero sigo fingiendo que conozco las respuestas que necesitan. Todo padre es un impostor que teme ser descubierto en cualquier instante. Ha sido así desde el principio de los tiempos. Mentimos sobre nuestros miedos y los suyos. Mentimos cuando les prometemos que algún día lo entenderán todo o que el dolor pasará. Somos capaces de proferir la mayor mentira con tal de aliviarles las lágrimas y provocar sus sonrisas. Los padres se mueren mintiéndonos y ya solo nos queda añorar sus embustes, que a su vez repetiremos.
Vivir y mentir son lo mismo. Manel se pasó 35 años en coma. Una mañana se despertó junto a la mujer que había amado desde joven y que lo había velado con devoción abnegada, construyendo un hogar mientras él dormía. Desde entonces han sido felices y han comido perdices, como en los cuentos que leía a mis hijas antes de dormir.
Cómo me gustaría que ambas volviesen a creer durante un instante en un mundo de arcoíris y regaliz, donde ningún mal arraiga y todo posee sentido. Manel siempre ha dicho la verdad. En lo que a mí respecta, si no sucedió de ese modo, que impriman su leyenda.
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