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Ilustres

Yo plagié a Bryce Echenique

Ahora que uno no tiene ganas de escribir o el asunto ya no lo divierte ni conmueve y halla más placer en leer lo que escriben los demás, sobre todo si son amigos, confesaré que a lo largo de mi vida de escritor, ya longeva, hubo dos asuntos recurrentes que para bien o para mal me dieron el reconocimiento fugaz del brillo de los apellidos con los que se me vinculó. El primero que nombro es Juan Goytisolo y mi gratitud para con él y sus elogios a algunas obras mías ya la hice patente en cuantas ocasiones me fue posible (y acaso me haya quedado corto). Hay cosas que no olvidaré mientras viva. Pero otro desconcertante asunto se encastró de tal modo en mi biobibliografía que me resultó bastante aburrido casi de inmediato. Hablo del plagio de Alfredo Bryce Echenique que fusiló dos artículos míos aparecidos en la revista Jano aunque tuvo la precaución de en uno de ellos al menos, variar la expresión "en la ciudad en la que vivo" que formaba parte de mi artículo, por Madrid (como si pone Lima o Londres: perdóneseme la grosería (que no es tal): me la suda). La historia, como cualquier historia, merece ser contada con todo detalle nabokoviano así que la empezaré a modo de relato.

Caminaba una mañana por la calle Toledo de Madrid donde tenía que subirme a un avión (asunto que para un infeliz como yo, si no va acompañado, constituye una tragedia ya que tengo la seguridad de que llegaré a un destino que no es el mío) para dirigirme a Barcelona a presentar La soledad de las vocales que había obtenido el premio Bruguera de novela. Era la primavera del año 2008 y recibí una llamada de un periodista de El Comercio, diario que, creo, es peruano. Me preguntó mi gracia y me dijo la suya para a continuación avisarme de que Bryce Echenique había plagiado mi artículo Las esquinas habitadas (tiempo después descubriría que hizo lo mismo con otro titulado, me parece recordar, La locura). Quiso conocer mi parecer pero no supe a qué atenerme ya que era la primera noticia que tenía al respecto. Insistió el periodista asegurando que no solo era yo el afectado sino que había al menos una docena de personas, tirando por lo bajo, víctimas de las apropiaciones del novelista peruano.

La verdad es que el plagio me parece una descortesía, una indecencia y una cabronada (aunque en ocasiones acceda a la categoría de arte) pero no le di mayor importancia al asunto y de hecho me desmarqué de una especie de Asociación de Afectados por los Plagios de Bryce Echenique que llevó el despropósito a juicio y ganaron algún dinero. Recuerdo haber tratado ese dislate, con educación e ironía, en una breve nota a pie de página en mi novela Tela de araña.

Sí deseo hacer hincapié en un contencioso que de verdad fue lo único del embrollo que me molestó: que determinadas personas (seguramente sin ningún vínculo con la literatura pues de lo contrario no incurrirían en tal perversión) adujesen en defensa de Bryce que gracias a él yo me había dado a conocer; a lo cual yo argumentaba que el hecho de que Alfredo B. Echenique me hubiese plagiado no había aumentado en un ejemplar el caudal de mis menguadas ventas, que ahí siguen escuálidas como siempre, antes y después de la irrupción del novelista en mi apacible vida.

El asunto del plagio me reportó, eso sí, unas cuantas entrevistas. Bastantes meses después recibí un correo electrónico de Bryce Echenique (lo conservo: incluso me dijo que lo usara públicamente si quería pero no lo haré) en el cual afirmaba que sus enemigos habían entrado en su casa y habían cogido artículos que él conservaba porque le habían gustado (entre ellos los míos) y que los habían enviado a revistas firmados por él y que si Fujiomori, Nostradamus, la música de José Alfredo Jiménez, el pisco y las nieves del Himalaya se habían conjurado en su contra y eso. La verdad es que me alegró recibir el correo que pese a su tozudez no justificaba en absoluto el plagio y enredaba aún más el asunto pero, créanme, yo era un lector agradecido de Bryce Echenique, de quien había devorado casi todo y algunas de sus obras (para qué citarlas) me habían proporcionado horas de un placer por el que, pese a todo, me sentía en deuda con Alfredo Bryce Echemnique. Borges tenía razón y uno se jacta de los libros que lee más que de los que escribe. Dio coletazos el asunto plagiario pero poco a poco fue calmándose aunque de vez en cuando boqueaba, como si en mi biografía, ser plagiado fuese un galardón del que enorgullecerme. Nada más lejos de mi forma de ser.

Pasemos ahora, dando un salto temporal de unas cuantos años, a una década después e insertémonos, cómodamente, en el mes de marzo de 2018 y vean a este escritor jubilado, sin ideas para escribir nada nuevo (ni ganas) y consolado únicamente por le lectura (las de personas que no me resultan afines, personalmente hablando, como Pío Baroja o Mircea Cartarescu o Ambrose Bierce) y otros escritores que, además, son amigos, así que aprovecho para recordar (y recomendar) El rinoceronte y el poeta, de Miguel Barrero, y Sol poniente, de Antonio Fontana. No sé por qué esa tarde de marzo con la nieve amenazante por los alrededores de Ourense, eché mano de La vida exagerada de Martín Romaña, de Bryce Echenique, novela que me había encandilado allá por los años 80 del pasado siglo. Y empecé a leer, muy despacio, subrayando frases, anotando, volviendo a revivir el enorme placer que la obra (junto con Un mundo para Julius, Dos señoras conversan y los cuentos completos) me habían proporcionado; aunque para ser ecuánimes o tratar de serlo, hubo novelas del peruano que me desalentaron y leí más por empecinamiento que por pasión. Palabra ésta que me lleva a citar una frase de La vida exagerada que era la única que había anotado en mi lectura de 1988 (página 313 de la edición de Plaza y Janés): "Cansado de buscar y de no encontrar el territorio de la pasión".

Así pues, déjame que te cuente, limeño, que andaba yo, recién corregidas las galeradas de mi Nembrot esquinadamente orgulloso de haber homenajeado al Cortázar de Rayuela bautizando a mi Horacio Oureiro con las mismas iniciales que el Horacio Oliveira de Rayuela, ya sabes, ese tipo de carácter extraño, mordaz y extremadamente analítico, cuando al releer La vida exagerada de Martín Romaña, me percaté, con no escasa sorpresa, de que en realidad Horacio Oureiro nada le debía a Horacio Oliveira y sí en cambio mi personaje constituía una flagrante apropiación de tu Martín Romaña, que ese exagerado, hipocondríaco, huevón, tímido y enamoradizo Martín era el modelo fiel en el que yo me había fijado para dibujar (inconscientemente) a mi Horacio Oureiro, y que tu Inés del alma mía/luz de donde el sol la toma era exactamente mi Sally y que la portera, madame Labru, había servido de espejo en el que yo, mediante una transformación arriesgada, construí al gerente del hotel L'Etoile, Monsieur Blocherond y que como en la tuya, en mi novela había un perro pequeño y molestón, y que en mi novela, como en la tuya, había un pintor infame y que, finalmente, mi París no era el París de Cortázar, ni mucho menos, sino el París de Martín Romaña y ya a estas alturas más que empezar a pensarlo tengo la certeza de que a lo largo de mis libros, de todos o de casi todos, de mis páginas o de casi todas, no hice otra cosa que meter mano en ficciones ajenas y en este caso en concreto, en Nembrot, en la sección parisina, digo, yo actué como un corsario e invadí no sólo la geografía de tu espléndida novela sino asimismo buena parte de sus personajes, buena parte de sus tics, incluso esa manía (que yo atribuía ingenuamente al cronopio argentino) de intercalar en el discurso textos de canciones (nada rebuscadas: boleros, tangos, habaneras aunque a lo mejor las habaneras y los tangos y los boleros son más serios que una sinfonía, a saber): en definitiva: mucho antes de que tú hubieses metido mano en dos artículos míos, yo había expoliado una novela tuya que es mucho más grave, así que ahora, tantos, tantos años después, aunque no hayan pasado más de mil años, muchos más, estimado Alfredo, te pido disculpas por la invasión y, a la vez, doy al olvido ese pecadillo de haberte apropiado de dos breves textos míos y firmarlos con tu nombre porque empiezo a sospechar que, como decían algunos perversos, es un honor que te hayas fijado en esas páginas escuetas y les hayas puesto tu nombre al pie, Alfredo Bryce Echenique que es mucho más atractivo que el de un tal José María Pérez Álvarez que te sigue admirando como hace tres décadas y ojalá algún día coincidamos tras un pisco o una Estrella Galicia y continuemos este monólogo que empecé una tarde marzo de 2018, con frío pero sin aguacero vallejiano, ¿de acuerdo? En resumen, que para decir con Dios a los dos nos sobran los motivos. Ojalá sea un hasta luego, colega.

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