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Cónclaves judiciales y libros de estilo

Hace unas semanas se han reunido en Tarragona, como anualmente vienen haciéndolo, los presidentes de las Audiencias Provinciales de toda España. Son esos encuentros pequeños cónclaves togados que culminan con fumatas de desigual valor y suerte; sus resultados se presentan en forma de conclusiones y propuestas. Acabo de leer las últimas, salidas de los fogones tarraconenses. Dejando a un lado alguna propuesta ordenancista que aspira -¡válgame San Raimundo, el de Peñafort!- a un tan puntilloso como innecesario desarrollo reglamentario del precepto que regula los plenos jurisdiccionales (art.264 LOPJ), hay una propuesta curiosa -aunque no del todo novedosa- sobre la elaboración de un "Libro de estilo" para la redacción de sentencias. Y si la primera -que por piedad eludo comentar- es muestra de una deformación hiperregulativa, la segunda -sobre la que sí voy a hablar- viene animada por un deseo de uniformidad. Ambos designios provocan en mí un primer y espontáneo ademán de rechazo, debido tal vez a mí congénita aversión a la minucia ordenancista, más propia de burócratas que de juristas, y a la homogeneización gremial.

Pretende el proyectado "Libro de estilo" que la redacción de las sentencias se acomode a unas determinadas pautas que doten de uniformidad a la escritura y estructura de aquellas. Pero son criterios que afectan, en realidad, a aspectos meramente accesorios y formales, algunos de ellos innecesarios porque responden a pautas ya establecidas por la ley y por reglas ortográficas de la RAE.

Pero sorprende que de esas recomendaciones se espere que -según se dice en la ponencia- mejore "la calidad expositiva y literaria de las resoluciones judiciales" y que ello contribuya, además "a la claridad e interpretación del Derecho". De ninguna manera puedo creer que esos objetivos dependan de la observancia de recomendaciones tales como la composición formal de encabezamientos, antecedentes de hecho, fundamentos de derecho, fallo, utilización de lenguaje no sexista, modificación de formulismos, tratamiento que debe dispensarse a partes y jueces, utilización de mayúsculas, minúsculas, abreviaturas y siglas, tamaño y tipo de letra. ¿En verdad se piensa que indicaciones de ese tenor pueden contribuir a la mejora literaria y comprensión de las sentencias? Aunque quiera reconocerse alguna utilidad a esas recomendaciones, me parece censurable prestar atención exclusiva a estas menudencias formalistas y dejar en el olvido otros objetivos de mayor entidad y alcance.

No hay, por ejemplo, llamada alguna de atención a favor del bien decir y recto escribir de los jueces en sus sentencias, objetivo mucho más interesante que aquella homogeneidad formal a que se aspira con lamentable cortedad de miras. Las mejoras de estilo deben tender al logro de otros resultados más ambiciosos que sí podrán redundar en la calidad literaria de la sentencias. Me refiero, por ejemplo, a la evitación del discurso sinuoso e interminable, al cuidado por la economía del lenguaje, a la condena de formas de expresión inaceptables como el tan extendido e insufrible infinitivo introductor o "infinitivo sioux" ("decir que?", "añadir que?"). Tampoco se dice nada en la ponencia acerca de las irregularidades de puntuación que en ocasiones hacen incómoda o confusa la lectura del texto, o su ausencia en párrafos cuya extensión hace que el lector llegue al final sin aliento, casi cianótico. Y nada, en fin, se dice sobre el abuso de perífrasis, gerundios de posteridad o el malsonante "gerundio administrativo" o "gerundio del BOE".

Comprendo que la premura con que los jueces se ven abocados a despachar resoluciones -víctimas de una sobrecarga de trabajo y de una perversa incitación a la productividad- no les permite a veces una redacción cuidada y corregida, pero hay defectos que no son producto de una escritura apresurada sino de una deformación originaria.

En otro orden de cosas, pudo aprovecharse la ponencia sobre el "Libro de estilo" para reprobar la nada ética costumbre -impropia de jueces- de apropiarse por copia literal, y extensa a veces, de sentencias de otros tribunales, sin entrecomillado ni cita de la fuente, de modo que presentan al lector como propios textos ajenos, trabajo de otro que es hurtado para exhibirlo tramposamente como producto del esfuerzo personal.

Y metidos ya en harinas de este costal, no se entiende que una herramienta esencial en el trabajo diario de abogados y jueces como es el lenguaje, su correcta utilización, el aprovechamiento de los recursos discursivos -el ars bene loquendi y el ars recte loquendi- esté tan olvidada en planes de estudio, másteres para el ejercicio de la abogacía y Escuela Judicial. Y lo mismo cabe decir de la teoría y técnicas de argumentación, disciplina igualmente preterida en los mismos ámbitos.

A diferencia de nuestro imperdonable atraso, son materias vigentes en universidades extranjeras, donde la formación de juristas cuenta con una asignatura llamada "Critical Thinking" que, además de desarrollar la capacidad crítica (tan necesaria en los estudiantes universitarios), adiestra al alumno en la mejora de la escritura, le enseña a organizar y ordenar el pensamiento y a exponerlo cabalmente. Lo mismo cabe decir de otra materia estudiada fundamentalmente en las universidades anglosajonas: "Public Speaking". Lenguaje y argumentación son mimbres -ropaje y método- con los que jueces y abogados han de trabajar a diario. Es inexplicable que -salvo contadas excepciones- Universidades, Colegios profesionales y Escuelas de preparación de jueces y fiscales se hayan desentendido, con evidente frivolidad, de estas materias. Es preciso que reaccionen de una vez. Sé de sobra lo que algunos pragmáticos comentan ante este tipo de propuestas, pero no hablo para ellos, porque de ellos no dependerá nunca el progreso. Escribo para jueces y abogados, no para burócratas ni rábulas.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo

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