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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

Azorín y los médicos

José Martínez Ruiz, de firma literaria Azorín (Monovar, Alicante, 1873 - Madrid, 1967), fue un trabajador gigante y sin tregua de la literatura cumbre española y universal. Su obra es exuberante y resulta abrumadora la cantidad, intensidad y calidad de su producción literaria. Escribió artículos, crónicas, críticas, prólogos, libros de creación, piezas de teatro, obras de andanzas e intimidades? con una característica común, la innovación en el mundo cultural, con la que "puso el reloj de España a la hora de Europa". Su mayor innovación fue el estilo, el cual Pedro de Lorenzo (Cáceres, 1917-2000), en su obra Azorín visto por sí mismo (Madrid: Instituto de España; 1982), lo definiría como heptálogo del estilo (1944): "1. Poner una cosa después de la otra y no mirar para los lados; 2. No entretenerse; 3. Si un sustantivo necesita de un adjetivo, no le carguemos con dos; 4. El primer enemigo del estilo es la lentitud; 5. Nuestra mayor amiga es la elipsis; 6. Dos cualidades esenciales tienen los vocablos: una de ellas es el color; y 7. La otra cualidad de los vocablos es el movimiento."

El tema de los temas en toda su obra fue el tema España. Bastarían para comprobarlo los artículos y libros con el título de España. Él mismo declaró: "No creo que tenga yo ni un solo libro ajeno a España". De España, quiso extremadamente a Galicia, como recoge con acierto Xosé Filgueira Valverde (Pontevedra, 1906-1996) en su discurso Galicia en Azorín, leído en la Real Academia Gallega, 11.06.1967 (Boletín 352. 1970; 30: 441). De hecho, Azorín fue uno de los pocos Académicos de Honor de la Institución Gallega y, en sus cartas al Presidente, escribió: "Amo apasionadamente Galicia por sus paisajes, por sus hombres, modelos de cortesía y por sus mujeres, dechado de bondad y de belleza? "(10.01.1945) o "Ni con las más tenues y sutiles palabras podría expresar mi profundo cariño a Galicia" (24.01.1948). Pero no es la materia ni el motivo por el que hoy traigo al maestro; lo hago para dar continuidad a mi artículo Azorín y la enfermedad (Faro de Vigo, 11.01.2015).

Entre los cientos de artículos escritos por Azorín, un número importante está dedicado a los médicos. El periodista, escritor y, sobre todo, polígrafo José García Mercadal (Zaragoza, 1883 - Madrid, 1975), que mantuvo una amistad entrañable con Azorín, hizo una selección acertada y ordenada de 26 de esos sueltos, publicada bajo el título Los médicos (Valencia: Ediciones Prometeo; 1966). El conjunto es expresión de la preocupación de autor sobre la vida, la enfermedad y la muerte, lo que le llevó a reflexionar sobre la medicina y los médicos, con gran discernimiento y evidenciando la visión y conocimientos de un buen médico. Sostuvo que leyó muchos libros de Medicina y, después de analizar su contenido, llegó a conclusiones e interpretaciones, muchas de las cuales son todavía válidas y actuales. No olvidemos que vivir se compone de trabajo y ocio, y que el ocio es amor, civilización y arte; mas, a su vez, la medicina es ciencia y arte. Pedro de Lorenzo nos cuenta que cuando Azorín era ya octogenario, le visitó una joven doctora que hacía su tesis sobre el maestro. Con el ímpetu de juventud le abrumó durante más de media hora con las noticias de los adelantos de la civilización. Azorín permaneció inmutable por lo que, sorprendida, le espetó: -Pero, ustedes, ¿qué hacían?. Y Azorín le contestó: -Vivíamos.

El prólogo del citado libro lo escribe el propio maestro y comienza por confesar su preocupación por la Medicina, que dice ha de basarse en la propia experiencia y en el conocimiento individual, que es primero físico y después psicológico. En el conocimiento ante todo debemos saber, tal como decía Baltasar Gracián (Zaragoza, 1601-1658), cuál es nuestro realce rey -nuestra realidad esencial y dominante, algo que ya analizamos con anterioridad (Testimonio médico personal. Faro de Vigo, 11.11.2012)-, que también define con el dicho popular "cada hombre es un mundo". No es, ni más ni menos, que el conocido aforismo surgido de las reflexiones del eminente científico francés, y quizás el mejor fisiólogo de la historia, Claude Bernard (Ródano, 1813 - París, 1878): "No hay enfermedades sino enfermos", expresión de la necesidad de individualizar a cada paciente y su proceso. Ya nuestro Padre Feijóo, en el discurso titulado El médico de sí mismo, afirma textualmente: "Uno de los principios de la incertidumbre de la Medicina es la diferencia individual de unos hombres a otros, por lo cual frecuentemente lo que a unos aprovecha, a otros daña". Tal singularidad explicaría que, bajo el mismo tratamiento, uno se curará y otro morirá. Las investigaciones genómicas ya han resuelto el porqué en algunos casos, pero queda un largo camino para que estos hallazgos tengan una aplicación práctica. Un ejemplo sería el estudio sobre la influencia genética en la enfermedad meningocócica (Consorcio Europeo ESIGEM), en el que participan medio centenar de centros de todo el mundo y lideran dos ourensanos, Antonio Salas Ellacuriaga y Federico Martinón Torres. Ya han localizado variaciones en los genes, relacionados con la inmunidad, que explican por qué el germen se vuelve asesino en personas susceptibles o, dicho de otra manera, porque el meningococo "solo daña a quien puede y no a quien quiere". Sin embargo, el descubrimiento todavía no les permite cambiar el curso de la meningitis meningocócica y uno de cada diez niños se muere (Faro de Vigo, 22.10.2011).

En uno de los capítulos del libro analizado, Azorín se refiere al más destacado representante de la medicina inglesa, Tomas Sydenham (1624-1689). Su trabajo se caracterizó siempre por el estrecho contacto con el paciente, consagrándose en el estudio de los síntomas y los signos, para después describir las enfermedades "tan gráfica y natural como sea posible". Para el escritor, Sydenham simboliza la observación de un pasado lejano y de hoy, y que es la misma dote que admira en los novelistas y en los pintores. Con este pretexto trae a colación al retratista inglés Thomas Lawrence (1769-1830) que decía a los pintores que se iniciaban: "Captad el rasgo esencial del personaje que queráis retratar, y lo demás no os preocupe". El "rasgo característico de una persona es toda la persona". Los médicos no hacemos cosa distinta en la práctica profesional y con respecto a la enfermedad. Lo corroboró el médico irlandés Sir Dominic Corrigan (1802-1880): "El problema de muchos médicos no es que no sepan bastante, sino que no ven lo suficiente". No hay diferencias entre los médicos de antes y los de ahora, lo que pasa es que los médicos de ahora contamos, para lo observación, con más medios, pero eso sí, con menos tiempo. A veces tan poco que ni miramos. En mis tiempos de enseñanza de la Pediatría no había cosa que más me violentase que la de ver explorar a un médico novel a un niño sin haberlo desnudado completamente. El que así lo hace multiplica varias veces las posibilidades de errar.

Después de observar y registrar lo observado, mediante la visión, viene la exploración física minuciosa, en la que el médico ha de utilizar el resto de los sentidos: tacto, olfato y sabor. En la exploración clínica la clave diagnóstica es la lógica deductiva. Tenemos que recoger y reunir los hechos relevantes e importantes, tanto positivos como negativos, anotar los hallazgos físicos, elaborar una lista de problemas y averiguar el diagnóstico que más concuerda. Yo mismo lo he reiterado, una y otra vez, y lo confirmo después de cincuenta años de experiencia: "La práctica y una mente lógica, con mucho sentido común, permiten el diagnóstico en casi todos los casos". Durante el examen físico lo primero es palpar y para ello el médico ha de tener competencia y seguridad en sí mismo. En el caso del pediatra ha de hacerlo con suavidad, contemporizando y bromeando con el niño. ¡Es sorprendente lo que se puede hacer con un niño, todo lo que se quiera, simplemente jugando! El tacto es la marca que diferencia al experimentado del amateur, al buen profesional del malo. El primero lo hace amorosamente, acariciando y detecta hallazgos que están hasta cinco centímetros debajo de la piel; el segundo lo hace con dedos torpes y no encuentra nada o registra como patológicos datos normales. O puede ser peor, que ni se moleste en palpar. No hay más que aprender a explorar y no dejar de hacerlo; hacerlo una y otra vez hasta que se convierta en un acto automático. He visto cómo, en bastantes ocasiones, ante la ausencia de un testículo, el galeno, en lugar de usar bien el tacto, pide exploraciones radiológicas costosas que "confirman" erróneamente la supuesta falta de la gónada y, sin embargo, el órgano estaba ahí, accesible a la palpación. En palabras de un ceramista, Edmund de Wall (La liebre con ojos de ámbar. Una herencia Oculta. Barcelona: Acantilado; 2012), que nada tiene que ver con los médicos, dice: "No había más que ser sensible a la belleza; el tacto era una suerte de inocencia temporal".

Y Azorín reflexiona sobre el tema cuando recuerda la experiencia de su admirado doctor Federico Rubio, recogida por el doctor Ariza: "con los datos que recoge de la realidad compone su cuadro que se parece o no a lo estatuido (sic)". Deberíamos asombrarnos cómo en la mayoría de los pacientes, después de recoger la historia natural de la enfermedad, observarlos y explorarlos, y sin un diagnóstico preestablecido, se aclara la enfermedad que antes era un verdadero misterio y no se había podido atisbar.

Azorín fue un escribidor de oficio y un hombre inteligente que asoció a la conciencia de su arte un alto grado de sensibilidad. Las tres cosas son imprescindibles para un médico, por lo que prometo volver sobre el tema.

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