Fluyó la "kodak" su luminosa airada sobre el paisaje, y Galicia recibió el mejor telegrama de felicitación: un telegrama anunciando la llegada de miles de ojos para entablar fervorosas relaciones cordiales con ella. Y he aquí que la fotografía fué haciendo una fina política, porque, más certeramente heridos que con palabras, aquellos tópicos lóbregos y crueles de la región gallega fueron cayendo a los pies de los panoramas espléndidos, de las vias redondamente exuberantes, y la buena nueva fué y va difundiéndose.

Galicia, bien se veía, no era esa cosa triste cuyo pendón podía ser la frase ridicula y zurda de "Señores viajeros, al tren; y gallegos también".

En esta punta de Europa existía una tierra, la mejor labrada y bien dispuesta para que los ojos más huraños se crucificaran amorosamente con la intención del pobre de Asís, llamándole "hermana" lo más intensamente posible. Pero el turismo en Galicia se desenvuelve raquíticamente todavía. No hay manos finas ni prestas -como se desearan- para hacer señales de alegría sobre esta tierra nuestra, enmeigada entre cielo y mar. Hay algo más que "kodak".

Galicia necesita ferrocarriles, y después, sencillas palabras indicadoras. Entonces un caudal de riqueza regará su vida, y cada visitante será una campana repicando admiraciones. Porque ¿no es acaso una parte vital de nuestra política, hacer fomento del turismo? Rotundamente: ¡Si! Partiendo de Vigo -ya seria redundancia- sin necesidad de exégesis para el mediano conocedor y haciendo puente con media hora de navegación en cómodos vapores que circulan frecuentemente, pasada la bahía maravillosa nos hallamos con la península de Morrazo, blanda tierra soleada y congestionada de verde.

Cangas, villa marinera, en la Ria de Vigo. Tipicismo. Pueblo de solera histórica. Seguimos la carretera a Aldán. El perfil del camino va junto al mar, cerrándose en meandros entre viñedos y maizales, o pasando como una espaciosa garganta entre las montañas esgrevias.

Hío está allá arriba; tan alto, que parece se puso en la cumbre para saludar al viajero con el puñado de palomas de sus casas blancas. Aldán, adormecido en su ría. Un palacio. El pazo del conde de Canalejas. Para visitar una tarde entera.

A la izquierda aparece el Atlántico, abierto, tal y como es: ruta de América.

He aquí en estos agros peraltados toda la franca fisonomía de la Galicia marinera, ceñidas al cielo asombrado las lummosas velas de los horizontes izados. Los valles, redondos, anchos, voluptuosos, de escorzos femeninos. En comba de verde. Como unos labios abiertos, de suasoria voz, para detener el tiempo. Viva aquí está la teoría de D. Miguel de Unamuno sobre esta parte de Galicia: todo el paisaje es de sexo femenino. Por geometría, por colorido, por ritmo, por gracia. Por eso a este paisaje hay que amarle. Con el paisaje adusto, recio, masculino, puede tenerse amistad por afinidades temperamentales y estados de alma. Con el femenino, como este de la península de Morrazo, amistad y amor.

Es la curva blanda, que se abre generosa en ángulos cromáticos y en verde gama asciende desperezándose, para abrazarse al cielo y en la telúrica culminación crismarse de un sol meloso; ese sol que amaba todas las tardes Sigüenza, aquel que biografió la pluma dulce del maestro Gabriel Miró.

Sigue entre una algarabía tierna de mar y tierra verdegueante la carretera, llevando los ojos solícitos del viajero en una limpia jornada admirativa.

Beluso. "Belida" en gallego; bonita. Y ya está bajo nosotros Bueu, abierto; Bueu, verde; Bueu el bienamado, abanicándose con el mar, otro mar ancho y luminoso, como el de la bahía de Vigo.

Aquí puede verse cómo se conserva el pescado. Hay que citar una casona de la carretera: el pazo de Aldao, donde vivió Víctor Said Armesto, fino catador erudito de las letras nacionales; un fuste en la cultura gallega.

Luego vienen Santo Tomé, Loira, Aquete, Lourizán, todos verdes, todos con monte y playa, todos gaiteros en la romeria del paisaje. Y aparece Marín. Marín, que semeja un pescado recién salido del mar. El pueblo parece que navega. Con esta ilusión entra el viajero en Pontevedra. Otra referencia cuya exégesis también eludimos por innecesaria.

Ahora, al tren. Treinta kilómetros de maravilla. Y otra vez Vigo, siempre de fiesta su mar calmoso.

Hemos andado, entre vapor, automóvil y ferrocarril, cerca de ochenta kilómetros. Cuatro horas con la lámpara de Aladino en la mano.

Y todo en un vivo diálogo emocional. Porque el paisaje en curva, sin más abstracciones, tiene ya volumen, y con eso, eco. El eco visual que hace establecer un vivo y siempre animado diálogo entre, la retina y el panorama. Asi esta blanda curva, comba de verde, que es la península de Morrazo, con la sierra morradense al hombro y, apretada por la cinta del cielo en una hoguera de verde donde los ojos atopan descanso en la sorpresa ds cada perspectiva.

La mejor invitación para el turista puede ser ésta: el paisaje de Morrazo, tan múltiple, tan organizado en estéticas suertes para ganar el ánimo, parece, pintado con todas las gamas del verde, el mejor anuncio de turismo. Un "puzzle", lector, hecho con todos los cuadros de propaganda, que gritan: "Visite usted este pais, el más maravilloso."