Catástrofe
Terremoto en Marruecos: ni la arena les protege
El seísmo de magnitud 7 ha dejado, hasta el momento, unos 2.012 muertos y 2.059 heridos
En la ciudad costera de Essaouira, no ha habido víctimas ni daños materiales
Martina Andrés
Cuando el temblor llegó a las 11 y 11 minutos de la noche, Nabil y Fátima reposaban tranquilos en su casa de la medina de Essaouira. Blanca se tomaba una copa con sus amigos en la terraza Taros. Ahmed vendía sus pulseras del desierto y Heike y Regina se preparaban para su viaje a Marrakech a la mañana siguiente. Allí, a 191 kilómetros de distancia de la ciudad azul de los pescadores y las gaviotas, la mezquita de Koutoubia también sintió el latir de la tierra que se desperezaba con fuerza en mitad de la noche.
Marruecos tembló este viernes durante varios minutos con un terremoto de magnitud 7 en la escala Ritcher que ha dejado, hasta el momento, 1.305 víctimas mortales y 1.832 heridos, 1.220 de ellos muy graves. Al Hauz, Tarudant y Chichaua han sido las provincias más afectadas mientras que, en la costa, la tragedia sólo se dejó intuir.
Es por la arena, la arena nos protege. Al hamdoulillah. Son las palabras de un trabajador matutino que barre la plaza en la que hace pocas horas cientos de personas esperaban una posible réplica del seísmo que no se produjo. Se agacha y agarra un puñado de la tierra clara que rodea a las palmeras. Con una mano sobre el corazón, nos cuenta que él y su familia están todos bien. Al hamdoulillah, Al hamdoulillah.
Las casas de Essaouira —y de todo el país— dejaron anoche de ser refugio para convertirse en amenaza: los edificios viejos de la medina, con sus paredes blancas y sus puertas azules, no eran de fiar. El cobijo estaba al aire libre, entre hombres, mujeres y niños que se sentaban en pijama sobre suelos y bancos. Hablaban por teléfono, algunos pequeños lloraban, otros se reían ante la novedad de la multitud repentina. También se veían turistas que cargaban mochilas, bebés, caras de preocupación.
La espera se iba destensando a medida que pasaban los minutos. Entre el kaifa haluka (¿Cómo estás?) y el tasharrafna (Encantada de conocerte), se colaban las sonrisas entre desconocidos que, como un bálsamo de efecto inmediato, aliviaba la presión. Un amigo del riad en el que nos alojamos durante estos días de vacaciones trajo fruta. La compartimos con Fátima y el pequeño Nabil que, a cambio de trozos de melocotón y uvas, nos devolvía un calmado shukran (gracias) a media voz.
Los detalles cotidianos —la piel de la fruta sobre el metal del cuchillo, los dedos que se deslizaban sobre las pantallas de los smartphones, las conversaciones desenfadadas— ayudaban a que se disipara la extrañeza del momento. También lo hacía el desconocimiento sobre lo que estaba ocurriendo: en ese momento, no había otra cifra que la de la magnitud, un siete cubierto de especulaciones del que no podíamos deducir nada.
Cuando el temblor llegó, Nabil y Fátima salieron con lo puesto de casa. Blanca no sintió nada pero siguió a la gente que salía del bar de copas apresurada, escaleras abajo. Ahmed buscó la seguridad en la arena, como la del desierto que le vio crecer, y se fue a dormir a la playa, donde nada podía hacerle daño. El agua es solo agua, ahí estaba a salvo, relata apoyado sobre el arco de una de las puertas de la muralla de Essaouira en la mañana siguiente al terremoto.
Las alemanas Heike y Regina también se fueron a la plaza y al cabo de una hora volvieron a su alojamiento. Pasean en la mañana calurosa y, entre telas y espejos, cuentan que su agencia de viaje les ha retrasado un día el viaje a Marrakech. En el riad en el que nos vamos a quedar no ha pasado nada, solo hay una puerta dañada, pero nos han dicho que es mejor esperar, aclaran.
La comprobación final de que la vida de la ciudad sigue con normalidad está en el puerto. Allí el ajetreo continúa como si nada hubiera ocurrido: el pescado, las gambas y las rayas se amontonan en los puestos, los pescadores quitan la piel a sus presas, algunas familias y turistas ojean los productos frescos mientras en el cielo se recortan coloridas las boyas que se amontonan como un manojo de globos gigantes.
Escuchamos a una mujer con chilaba azul y moño negro hablar en español y nos acercamos a ella y al niño que tiene cogido de su mano. Es curiosa la fuerza del qué tal en un momento así: las dos palabras arrancan de su boca de forma inmediata un relato acelerado y lleno de detalles. Ella es de Bilbao, donde vive con su marido marroquí y sus hijos y ayer estaban en Marrakech cuando todo ocurrió: “Fui corriendo a por los niños por las escaleras, me dio un ataque de ansiedad y tuve que ir a pedir una pastilla. Estaba todo oscuro, pasamos mucho miedo. En nuestra zona no pasó nada, no vimos ningún edificio caído. Pero en la plaza Jamaa el Fna y en la medina hay muchos destrozos. Hacía todo así (mueve las manos) como un huracán en la habitación, se empezó a caer un jarrón enorme y yo no asimilaba que era un terremoto”.
Las ganas de huir del fuerte olor a pescado sellan la despedida.
Cuando el temblor llegó a las 11 y 11 de la noche, Marruecos se tambaleó entero y también lo hicieron algunas partes de Canarias y Andalucía. Una sensación común que no entiende de fronteras, que nos recuerda, en la tragedia o en el susto, la fragilidad de nuestra condición compartida. Porque la naturaleza, a diferencia del artificioso sistema en el que vivimos, no entiende de papeles, de color de piel, de nacionalidad o de bordes inventados.
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