"Marujita" no se vende ni por tres millones

Míriam Lorenzo representa la cuarta generación al frente de un negocio que no tiene precio de flores, frutas, hortalizas o libros al pie de la calle Cervantes

Miriam, propietaria de la frutería-floristería "Marujita".

Miriam, propietaria de la frutería-floristería "Marujita". / Marta G. Brea

El barrio de Churruca conserva un ejemplo de resistencia del comercio de proximidad, como el de antaño. Es la peculiar frutería “Marujita”, donde las verduras, frutas y hortalizas se mezclan con cactus, flores de pascua y margaritas. Pero también con nidos y cajas multicolores, muchas de ellas repletas de libros procedentes de los edificios de la calle que se vacían. Porque su dueña, Míriam Lorenzo, revela que tiene un objetivo: “Todos los días al levantar, mi labor es exponer todo lo que puedo fuera, para compartirlo con la gente que pasa. Se trata de alegrar un poco la calle, porque está vacía”.

Todo ha cambiado mucho desde que sus abuelos se iniciaron en el negocio de las plantas. “Eran los viveros Flores, que eran enormes”. Después lo tomó su madre. “Tuvo el local de al lado durante 50 años. Y con su trabajo compraron este edificio”, explica. Pero a pesar de que el negocio pasaba de generación tras generación, ella nunca pensó que sería su camino. “En 2010 me atropelló un autobús. Me lanzó 13 metros, me abrió la cabeza y todo el cuerpo. Nadie pensó que sobreviviría. Fue en aquel momento cuando entendí el sentido real de la vida”, rememora despacio.

Estuvo mucho tiempo en coma y tardó más de un año en volver a caminar bien. Empezó bajando las escaleras poco a poco. Luego nadando para “fortalecer los músculos”. Y acabó “jugando al tenis mejor que antes”. Precisamente volvía de jugar a tenis cuando tuvo el fatídico accidente que la dejó con “un 33% de discapacidad, sin recibir nunca una sola ayuda” y con dolor constante, “pero forma parte de lo que soy”, asegura.

“Mi madre me dejó la tienda vacía y como no tenía nada, empecé a pintar cajitas de fresas”, cuenta. Ese fue solo el comienzo. Su local es tan singular como la historia que le acompaña. Está en la entrada de un viejo edificio de piedra de tres plantas. Es el único de la zona con un patio interior donde se conserva un aguacate que llega hasta la tercera planta y que representa “el árbol de la vida de una familia unida”.

Una sesñora se deja aconsejar por Miriam antes de escoger su flor de pascua.

Una señora se deja aconsejar por Míriam antes de escoger su flor de pascua. / Marta G. Brea

Míriam, que lleva al frente 13 años atiende a sus vecinos a diario. “Me conocen desde que era pequeña porque venían a la tienda de mi madre. Yo sé lo que les gusta y lo que no. Es una tienda de barrio y la gente viene y te cuenta. Es algo que me encantaría que volviera, las relaciones humanas”, relata. Mientras habla atienda a unas clientas leales. “Es encantadora”, coinciden ellas.

Comprensión y solidaridad

No son las únicas que la visitan. Es habitual que personas que hacen uso del comedor social que hay en las proximidades pasen por su local. “Me piden algo de fruta y al final, muchas veces acabo dando lo que tenía guardado para mí. Pero es que yo creo en la idea de compartir. Si no tienes dinero, no estás acabado. Siempre puedes dar un paso adelante”, razona. Y ella misma se pone de ejemplo de lo caprichoso que puede ser el destino cuando admite que “jamás pensé que iba a acabar aquí”.

Calle Cervantes "decorada" con las plantas y libros de a Frutería Marujita.

Calle Cervantes "decorada" con las plantas y libros de a Frutería Marujita. / Marta G. Brea

Míriam se mantiene de su trabajo en la frutería. “Eso implica que la vida que tenía antes del accidente cuando salía, iba a cenar, viajaba y compraba cosas bonitas... todo eso salió de mi vida”. Porque, aunque siente feliz con lo que hace, extraña el arte floral profesional. “Ahora tengo un 25% de los encargos que tenía, poco a poco volveré a recuperarlos porque sé que estoy preparadísima”, dice segura.

Volver al arte floral

Durante ocho años se dedicó a la decoración de casas, locales y eventos. “Llevaba el restaurante Rocamar, en Baiona”, asegura antes de contar que que su último gran proyecto fue una boda: “Trabajas dos días sin descanso, pero está muy bien pagado”. Su idea es volver a abrir la frutería “por las mañanas, como lo hacía mi madre, y dedicar las tardes a dar clases de arte floral y coger nuevos proyectos”.

Es por ello, que la segunda planta de este edificio familiar está en plena transformación. Míriam, que adora el color, lo ha dejado diáfano, haciendo un diseño rompedor donde el suelo es una “alfombra pintada” que cubre toda la planta. “¿Ves?, la pared tiene este verde vibrante”, dice mientras enseña la que será su residencia. Un lugar donde no haya puertas porque “no creo en ellas, si vives con alguien compartes el espacio. Y en la que he buscado huir del gris para llenar de alegría el día”.

La calle Cervantes está en plena reforma. Ella reconoce que se siente extrañada porque hay quien no entiende su filosofía. “En esta zona no sé qué pasa que te machacan con que te quieren comprar el edificio”. Revela que le han ofrecido tres millones y otro espacio “y blanco” donde poder retomar su actividad floral, pero ella rechaza sistemáticamente la oferta. “Yo escapo de todo eso. No cabe en mi cabeza pensar irme de aquí. Son sentimientos. Mi padre se murió viendo los aguacates y yo le prometí que siempre viviría aquí”, zanja.

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