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GALICIA: LA VÍA LÁCTEA DE LA SAUDADE (XIX)

Tres hermanas de Ribadavia y la salvación del mundo

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Alfonso Armada: Tres hermanas de Ribadavia y la salvación del mundo Alfonso Armada

Cuando empecé a recorrer la margen derecha de la presa de Castrelo de Miño (río abajo) eran las tres de la tarde y el calor arreciaba sobre la comarca del Ribeiro. Completamente solo y ante unos toscos escalones que descendían a una escueta cama de arena, visitada por amenos pececillos, me desnudé por completo, como había hecho en un lago de Bergen, en Noruega, cuando iba camino de Leningrado, y me di un baño glorioso en homenaje a Ludwig Wittgenstein, que había buscado en un fiordo cercano la soledad que necesitaba para pensar su Tractatus Logico-Philosophicus, donde estableció que los límites de su lenguaje eran los límites de su mundo, y algo que quizá debería aplicarme más a menudo en este cuaderno de viaje al país natal: “Sobre lo que no se puede hablar hay que callar”.

Me vuelve a conmover caminar sin prisa, alargando el camino todo lo posible por la orilla de una lámina límpida sobre la que se deslizan con la misma indiferencia chinches de agua y nubes, esquifes y azules reflejos, nadadores y ensueños. Luego, gracias, a un librero-papelero, que me puso gentilmente en contacto con uno de los historiadores locales que ha investigado la peripecia de las hermanas Touza, acabé encontrando la suerte que buscaba. Touza (se lee en Los Gallegos, la formidable enciclopedia de bolsillo que publicó Istmo): “monte poboado de carballos; cepa que queda dunha árbore despois de ser cortada; terreo sen cultivar que está cheo de mato; bouza, breña, touceira”.

Un banco en Ventosela para que la imaginación surque el embalse de Castrelo de Miño. / A. A.

Quería pasar por Ribadavia no sólo para recordar las pocas (¿sería sólo una?) estadías que cumplimentamos los miembros de la compañía de teatro Ditea, porque Agustín Magán, nuestro apasionado director, no las tenía todas consigo con los de la Fundación Abrente, que organizaban, y organizan, la Mostra de Teatro, sino también por la historia de las hermanas Touza (sobre todo Lola), que habían salvado en los años oscuros de Europa, y por lo tanto de España, a por lo menos cinco centenares de judíos de una muerte segura a manos del nazismo que campaba por las tierras que pensábamos eran las más civilizadas del mundo.

Al entrar en Ribadavia viniendo de Ventosela y San Paio por el puente de San Francisco me maravilló la belleza y alegría de los cuerpos jóvenes que se refrescaban de los luciferinos calores agosteños en las presumiblemente frías aguas del Avia. Antes me había parado a fotografiar desde el nuevo puente de la carretera el airoso del ferrocarril, la llamada Ponte de Castrelo. Un puente cargado de historia, como luego pude comprobar de la mano de José Ramón Estévez en el bar San Lázaro de Ribadavia. Un puente que siempre me llamaba la atención por su elegante arco rebajado de hierro limpio, azul gris de camuflaje y películas de la guerra, por el que pasaban los convoyes inocentes de la infancia, como todos los puentes, ríos y convoyes que excitan nuestra imaginación cuando no sabemos. Y aunque sepamos. Porque olvidamos, y porque éche o que hai. ¿Sabían los rapaces que se zambullían en las aguas de un río que jamás deja de cambiar que no muy lejos de allí, en otro puente, obligaban a saltar al vacío, los ametrallaban, a vecinos considerados enemigos, otros, rojos de la comarca del Ribeiro? Tampoco yo lo sabía cuando tiraba fotos bien estéticas del río y del puente sin reparar en que bajaban cadáveres por el río, y con ellos hilos de sangre que la corriente desleía, como el tiempo deslíe la memoria.

El baño en el Avia desde el puente de San Francisco. / A. A

Había tenido noticia de las Touza gracias a un artículo de Mai Moreno en El País hace años. Como no sabía a quién recurrir fui adonde se acude en estos casos: a una librería. La que parecía mejor surtida estaba prácticamente enfrente de un bar con un nombre perfectamente ajustado a mis propósitos: O Morto. En el escaparte estaba uno de los libros que estaba buscando: Lola Touza. La Schindler gallega. Pero, para mi mala fortuna, cerraba los miércoles por la tarde. Y era miércoles, y por la tarde. Mi gozo etcétera. Pero había otra librería en la otra punta de la villa. Allí me encaminé, y su dueño, Gonzalo, que había agotado los ejemplares del libro de Vicente Piñeiro, tiró de teléfono móvil para ponerme en contacto con una de las personas que más sabía de las hermanas Touza, el historiador José Ramón Estévez. Accedió a que nos viéramos esa misma tarde en un café, el San Lorenzo, no muy alejado, por cierto, del cementerio donde duerme su sueño de los justos toda la familia Touza. Por cierto, cerca de muchos Armada, de los que no conozco el grado de parentesco. ¿Seremos todos judíos, como a la postre somos todos africanos?

Camino de la vida Alfonso Armada

José Ramón Estévez, que nació en Ribadavia en 1952, es un hombre tierno que lucha todavía con algunos agujeros que le dejó en la memoria un ictus del que en buena medida se recuperó. Pero se enfada consigo mismo cuando la lengua no encuentra en el archivo de su cerebro lo que necesita, como el nombre de una ciudad francesa donde se desempeñaba uno de los héroes de esta historia, el cónsul portugués Arístides de Sousa, uno de los “justos entre las naciones”, pues él mismo firmó 30.000 salvoconductos que salvaron las almas y los cuerpos de quienes tenían pasaporte seguro para el cadalso. Era Burdeos. Como también se le escurre entre los dedos el nombre de la villa portuguesa a la que llegaban los judíos y otros perseguidos, conducidos por la bondad de Lola y sus hermanas a tierra segura: Melgaço.

Pero José Ramón va abriendo las carpetas de una vida de pesquisas como el paleógrafo entusiasta que fue en Girona, donde encontró aliento y amor. Técnico de comercio exterior, en la provincia catalana trabó conocimiento y amistad con Josep Tarrés, poeta y activista cultural que contribuyó de forma decisiva a la revalorización del viejo barrio judío de Girona, “una de las ciudades más hermosas de España”. Estévez no sólo aprendió a su sombra, y le ayudó en la recuperación de la sinagoga, sino que se casó con una cuñada francesa del propio Tarrés: amor y pedagogía. Contrajo matrimonio en la mismísima catedral gerundense y para ello contrató a un grupo de gaiteros. Pero acabó cansado del raca-raca independentista y se volvió a su Ribadavia natal cuando se jubiló, acompañado de su mujer, apasionada de estas tierras y de sus caminos, y de su única hija. Fue en 1992, el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona, cuando retornó al país natal, sin saber que su barrio judío iba a establecer una más que íntima conexión con el de Girona y todos los barrios que fueron fuente de conocimiento y gueto.

José Ramón Estévez ante el portal de la familia Touza en Ribadavia Alfonso Armada

En esos primeros compases de nuestra conversación sale a relucir un nombre que me resultó extremadamente familiar, el de Antón Patiño Regueira, el padre de mi querido Antón Patiño, el artista, y sus Memorias de ferro, un feixe de biografías truncadas por la historia que vieron la primera luz en el semanario A Nosa Terra. Es ahí, y gracias a un emigrante gallego en Estados Unidos, que acabó por saberse la historia de unas hermanas de Ribadavia, las Touza, que de manera clandestina y durante años salvaron a centenares de judíos de una muerte segura. Antón Patiño Regueira, el librero de Librouro, la librería con más renombre de Vigo, entró en contacto con Lola Touza, que le contó toda la historia, pero con la condición expresa de que solo divulgara su secreto (una historia tan impresionante como admirable) después de su muerte. El librero transformado en historiador de los horrores de la guerra, pero también de sus heroísmos, cumplió lealmente con los últimos deseos de aquella mujer tan discreta como valerosa, que no quiso jamás darse importancia. Lola Touza fue una mujer ejemplar, de las que rompen el molde, aunque sus hermanas, Amparo y Julia, no le iban a la zaga.

De izquierda a derecha, Julia, Lola y Amparo Touza. Cortesía de José Ramón Estévez

José Ramón Estévez, y el escritor Vicente Piñeiro, con quien enseguida me pondrá en contacto telefónico en su Lugo natal, son quienes se han esmerado en verificar y contar con todo detalle esta historia extraordinaria que podría convertirse en lo que clama desde su desvelamiento: una película. La actriz Catherine Zeta-Jones parece detrás de la productora que sopesa llevar la insólita peripecia al cine, y para ella estaba Piñeiro preparando una sinopsis de cinco folios.

Las Touza tenían un kiosco en la estación de ferrocarril de Ribadavia en el que “despachaban melindres, rosquillas y pavías de Beade y Vieite. También licor café y vinos del Ribeiro de gran renombre que les servían para ahorrar en el día a día y mantener la casa porticada en el número 2 de la calle del juez Viñas”, cuenta Antón Patiño Regueira en “Lola, Amparo e Xulia, as de Ribadavia” en su Memoria de ferro. Solía atender el kiosco Lola, mientras que sus dos hermanas se subían al tren y viajaban hasta Feira o Barbantes, donde bajaban y hacían la ruta de vuelta a Ribadavia. Una vía muy concurrida, ahora es casi como la propia Ribadavia, una vía muerta. El kiosco era octogonal, recuerda Estévez, y allí establecía el primer contacto y escondía brevemente a los fugitivos que el cónsul portugués les enviaba en tren desde Hendaya, un largo trayecto entre la ciudad francesa y el puerto de Vigo. Pero era inverosímil que los que pretendían huir de la Gestapo siguieran hasta la estación término, porque, como recuerda Piñeiro, “Vigo era un nido de nazis”, no solo porque en la ría se cobijaban y repostaban submarinos alemanes y otros navíos, sino porque allí, en Rande, cargaban wolframio, mineral precioso para la maquinaria bélica de Adolf Hitler.

El kiosco de Lola Touza en la estación de Ribadavia Alfonso Armada

Como relata Eduardo Martín de Pozuelo en Los secretos del franquismo, “el panorama con el que se encontró Giese (espía nazi) al llegar a Galicia se complicó por el hecho de que aquella zona se había convertido en un centro de tensión adicional entre el eje y los aliados, que pugnaban por el control de la producción española de tungsteno (wolframio). Tanto es así que cuatro potencias habían colocado agencias de información: británicos, americanos, españoles y alemanes. Además, estos últimos mantenían cinco secciones de inteligencia e información operando simultáneamente en Galicia, cada una de las cuales trabajaba autónomamente, aunque integradas en el sistema bélico nazi para España. Según Giese estaban: IM Hamburgo, la agencia de espionaje naval; IM Stettin (sic), cuyo responsable, José Reboredo, era director de la naviera North German Lloyd en Vigo; Sicherheitsdients (SD), el servicio de inteligencia de las SS, instalado en la oficina de la Hamburg American Line de Vigo, muy activa en cuanto a la vigilancia ideológica y la detección de judíos y otras personas perseguidas por el nazismo, y por último KOSp I y III, el espionaje y contraespionaje para España”.

La de Ribadavia parece hoy una estación abandonada. / A. A. Alfonso Armada

El padre de las Touza, Julio, era dueño del famoso Casino Avia, que estaba en los bajos de la casa porticada donde vivía la familia y que alcanzo con José Ramón tras pasar por el cementerio. Infranqueable, la idea de convertirla en museo todavía no ha atravesado ese umbral. Frente a la casa se levanta uno de los muros del Consistorio, en cuyos sótanos estaban los calabozos y donde encerraron en una ocasión a un ferroviario que escondía literatura subversiva en su domicilio: un libro de Largo Caballero. Lola le hacía llegar la comida a través de los barrotes de la ventana que daba a la calle.

Las tres hermanas Touza eran solteras. Nunca se casaron. Sin embargo, Lola tuvo una relación de la que nació un niño al que su padre nunca reconoció. Le bautizó con el nombre de su abuelo, Julio, y le dio su propio apellido. Ahora duerme el mismo sueño eterno en la misma estación término que el resto de la familia.

José Ramón Estévez y la última residencia de los Touza Alfonso Armada

Entre 1932 y 1933 Arístides de Sousa (todo un personaje, 12 hijos, y una amante, que vivía bajo el mismo techo en la casa del cónsul general de Portugal en Vigo, constante fuente de desquiciamientos, dimes y diretes), viajaba con frecuencia entre la ciudad portuaria y Ourense por asuntos consulares, con parada en Ribadavia, donde se demoraba el ferrocarril para hacer acopio de agua o tal vez de carbón. Fue allí donde trabó conocimiento con Lola Touza, que tenía simpatías, como judía, por las causas humanitarias. Y la química obró el resto entre ambas almas. De Sousa fue nombrado después cónsul en Luxemburgo y Burdeos. Hizo lo mismo que Ángel Sanz Briz, el embajador de España en Hungría durante el dominio nazi: hacer buen uso de sus poderes diplomáticos para expedir todos los salvoconductos posibles al margen de las directrices políticas trazadas en Lisboa, para De Sousa, o en Madrid, para Sanz Briz.

Es difícil saber con certeza cuántos fueron los salvados por Lola, Amparo y Julia Touza. Al parecer sólo las hermanas se involucraron en esta red clandestina, no sus hermanos. Una operación de la que nunca trascendió nada hasta que Patiño descorrió el velo: “Lola Touza teceu a malla clandestina con concurso dun familiar taxista. O coche de punto de Xosé Rocha Freijedo pasou a ser de confianza. Como tamén o era o de Xavier Míguez O Calavera, tamén con praza de taxi en Ribadavia. Á chegada dun tren sinalado, de noite o de día, Lola, sempre atendía ós viaxeiros en situación de auxilio. Agachaba os fuxidos na súa casa e dáballes mantenza e descanso coa complicidade familiar das súas irmás”.

Fue a partir de 1941 cuando Arístides de Sousa reconectó con sus amigas de Ribadavia. A través de los ferroviarios, que mantenían clandestinamente la oposición al régimen, de Hendaya a Ribadavia avisaban de la llegada de los fugitivos. Una vez arribaban a la estación desaparecían o bien en el interior del kiosco de las Touza o en el sótano de su casa, y de noche eran transportados hasta Melgaço aprovechando el conocimiento que taxistas contrabandistas (con los que las Touza tenían trato, no en vano les proveían de café Sical, que venía de la otra orilla) y que conocían el terreno fronterizo como las palmas de sus manos. Mercancías para el norte, almas para el sur.

Al llegar a Ribadavia, los pasajeros que venían recomendados debían preguntar por “la madre”, y de esa manera eran puestos en contacto con Lola, que ponía en marcha el procedimiento. En aquellos tiempos, recuerda José Ramón, Ribadavia era una villa mucho más viva y activa que hoy, con una gran conciencia social, y mucho resentimiento por los estragos que hizo la Falange en la comarca durante la Guerra Civil y la posguerra, hasta el punto de que el jefe local de la Falange acabó huyendo a Brasil para evitar que la venganza segara su vida de tantas como él estragó y derramó en la corriente del Avia, en las cunetas, en los viñedos.

Una frontera porosa, una conciencia social, unas mujeres sin miedo. José Ramón Estévez solo tiene buenas palabras para ellas, como para su hija. Cuando le pregunto por ella me cuenta que nació con parálisis cerebral, y ese ha sido la gran tristeza de su vida, la sombra que vela su rostro cuando caminamos del café al cementerio y del camposanto a la casa de las Touza, una tarde tan suave de verano que parece imposible que también aquí, en la plaza del Consistorio, donde las terrazas sirven para que los turistas nacionales y extranjeros vaya tejiendo con su dolce far niente la languidez de la tarde, cuajara tanta crueldad, tanto dolor, tanto sufrimiento. Pero también tanta piedad. Si como dejó escrito Walter Benjamin (que se quitó la vida en Port Bou para evitar caer en manos de los nazis o de la policía franquista), todo documento es un documento de barbarie, de la voluntad de unas mujeres durante tanto tiempo desconocidos dependió la salvación del mundo, porque como proclama el Talmud quien salva una vida salva al universo entero.

Os Cunqueiros, mi cena casi clandestina el día de las Touza. / A. A.

Nacido en Lugo en 1954, a Vicente Piñeiro le gusta hablar y compartir sus hallazgos. Combina la pasión del historiador con la del novelista. Él también insiste en la condición “bondadosa” de Lola Touza, y de esa red de silencio que fue la garantía de que una operación de esta naturaleza no solo no fuera descabezada nunca, sino que perduró en el tiempo. Si Lola y sus hermanas no fueron reconocidas como “justas entre las naciones” en Israel se debe a que tiene que aparecer algún superviviente que lo fue gracias a lo que ellas hicieron.

Empleado en empresas de construcción, el amor a los libros prendió en Piñeiro muy pronto, y ahora que está jubilado dedica todas sus horas a la literatura. Él está convencido de que las pruebas de lo que hicieron las Touza tienen que estar en los archivos del MI6, el servicio secreto exterior británico. Porque lo que sí es cierto es que un agente del MI6 se puso en contacto con Lola Touza para pedirle ayuda para extraer ciudadanos británicos a través de la ruta de Ribadavia, ya que la de Vigo era mucho más peligrosa. Familiares del Gran Duque de Luxemburgo se beneficiaron de esa senda ourensana que desembocaba en Portugal. Como contó Mai Montero en El País, en el artículo que desató mi admiración “la red de las hermanas Touza, dirigida por Lola, contaba con otros protagonistas que nunca desvelaron el secreto”. Además de los taxistas mencionados por Patiño Regueiro, un tonelero llamado Ricardo Pérez, que hacía las veces de intérprete; el padre del historiador Estévez, Francisco, y su abuelo Ramón”. Y añade Mai Montero lo que le contó el mismo Estévez al que por fin tuve la oportunidad de escuchar viajando a Ribadavia una suave tarde de verano en la que acaso sea pertinente preguntarse cuántos haríamos hoy lo mismo, jugarse la vida esa forma por el bien de unos desconocidos a los que jamás volveremos a ver: “Lola se acercó a mi abuelo en la estación mientras cargaba un vagón de ladrillo y le dijo que tenía escondido a un señor que venía de Europa y que quería que él lo llevase a la frontera con Portugal, que está a 12 kilómetros de Ribadavia. Mi abuelo lo acompañó en la noche, junto a mi padre, a través del río, haciéndose pasar por pescadores. Este señor, en agradecimiento, les dio una moneda que luego, muchos años después, entregamos a los nietos de Lola”. Me despido de la ternura de Estévez, que parsimoniosamente regresa a su casa, donde su mujer y su hija, mientras de vuelta a mi pensión contemplo la estación de ferrocarril desdibujándose, como si fuera perdiendo consistencia, vida, tras una alambrada que se oxida, como el tiempo, que se demora como el Avia a su paso por Ribadavia.

El taxista tenía la facha, las gafas de sol, la pose y la calva de un taxista estereotipado del mal cine, y como tal no hubo forma ni rogativa de lograr una rebaja para cubrir una distancia que no era de 12 kilómetros, que yo me había interesadamente maliciado, a fuerza de atar cabos, sino de más de 30. Desde el arranque (era una furgoneta, nada propicia a las confidencias ni a la intimidad) habló como un taxista, con soluciones expeditivas para todo, y pronto decidí callar, internarme en mis pensamientos, imaginar el camino arduo de los fuxidos por estos parajes, montes y valles fatigosos, nada amables de recorrer, y más con el miedo a ser descubiertos y estragar la fuga y el porvenir. Cruzamos por donde jamás había cruzado a Portugal, y por donde ellos sí, a veces, Pontebarxas, y ni se me pasó por la cabeza pedirle al desabrido conductor que parara un instante para tomar una fotografía. Pontebarxas, vestigios de una aduana de la que ya no quedaba nada, ni siquiera de cuando se restableció provisionalmente por causa de la pandemia.

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