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Dezanos sobresalientes (I)

Fray Manuel García Gil, 'El Santo Gallego'

Nacido en San Salvador de Camba en 1802, fue obispo de Badajoz y cardenal y arzobispo de Zaragoza

Fray Manuel García Gil, 'El Santo Gallego'

Fray Manuel García Gil, nació en la parroquia de San Salvador de Camba, ayuntamiento de Rodeiro, provincia de Pontevedra, diócesis de Lugo, el 14 de mayo de 1802, en el seno de una familia de labradores acomodados, cursando con notable aprovechamiento, los estudios eclesiásticos en el Seminario Diocesano de Lugo y siendo ya diácono y presidente de la Academia de Teólogos Clásicos, en 1825 entró, en contra de la opinión de sus padres, en la Orden de Predicadores, en el convento de Santo Domingo de la misma ciudad, cuando tenía 23 años y después de haber sido ordenado presbítero, celebró la primera misa el 1 de noviembre de 1827. Fue nombrado maestro de novicios y se hizo cargo a la vez de la enseñanza de filosofía en su convento. De allí fue trasladado al convento de Santiago de Compostela y seguidamente, al de Oviedo para enseñar teología, pero cuando viajaba a este último destino, le sorprendió en Lugo el Decreto de la Exclaustración General de Religiosos (supresión de las órdenes religiosas masculinas). Esto hizo que, sin seguir adelante, se incorporara de nuevo a la diócesis de Lugo como sacerdote secular. Aquí se le encomendó la reorganización de los estudios eclesiásticos del Seminario, del que fue profesor de Teología Moral y de Oratoria Sagrada y después nombrado Vicerrector del mismo, al que salvó de peligrosas corrientes de secularización, muy en boga en aquellos momentos. Además, de la enseñanza, se dedicó a la predicación y al confesionario.

Por entonces, intervino en dos importantísimos asuntos que atrajeron la atención de toda la España católica: la provisión anticanónica de Vicario Capitular en la Iglesia de Mondoñedo y la refutación de las doctrinas frenológicas de Cubí, no ajustadas a las enseñanzas de la Teología. Un notable escrito de García Gil apagó la contienda mindoniense, que amenazaba convertirse en cisma, y otro escrito no menos interesante y decisivo, afirmó las doctrinas de la Iglesia sobre frenología y magnetismo (creadas por F.J. Gall), obligando a Cubí a reconocer sus errores, a expurgar sus obras y a prestar asentimiento a la verdad católica. Cubí había sido acusado al tribunal eclesiástico de Santiago de Compostela de seguir peligrosas tendencias protestantes materialistas y panteístas, que conducían a la negación del pecado original, a la negación de la divina gracia de Nuestro Señor Jesucristo y a la negación del sacramento de la penitencia.

Su capacidad intelectual y la aureola de virtud que le rodeaba, hicieron que su nombre y persona fueran conocidos, siendo los dos grandes títulos que decidieron a la Reina Isabel II, asesorada por su confesor San Antonio María Claret, a presentarlo a su Santidad, para el obispado de Badajoz, vacante por fallecimiento de don Francisco Javier Rodríguez Obregón. Fue preconizado el 23 de diciembre de 1853 y consagrado obispo en la Catedral de Lugo, el 23 de abril de 1854, por el arzobispo de Santiago, Miguel García Cuesta, asistido por el obispo de Lugo, Santiago Rodríguez Gil, su valedor y el de Mondoñedo, Telmo Maceira.

Hizo su entrada en la ciudad de Badajoz el 13 de junio del mismo año. Su paso por la diócesis pacense, que gobernó poco más de cuatro años, dejó inolvidables huellas de celo pastoral y de caridad inagotable. El hecho más destacado de su breve, pero glorioso, pontificado en la iglesia de Badajoz, fue el amor paternal con que se dedicó en cuerpo y alma, a socorrer a los enfermos durante la epidemia de cólera que por aquellos años asoló Badajoz. Tan grande fue su entrega y su comportamiento tan heroico, que la ciudad reconocida le regaló un magnífico báculo de plata, en el asta del cual se podía leer la siguiente dedicatoria: "Septiembre 1854. Cólera asiático. Al Excelentísimo e Ilmo. Sr. D. Fr. Manuel García Gil, Badajoz reconocido".

Fue presentado para la sede de Zaragoza en julio de 1858, sucediendo a don Manuel María Gómez de las Rivas, preconizado el 23 de diciembre del mismo año, recibió en Madrid el palio arzobispal y siguió a Zaragoza donde hizo su entrada solemne el 10 de abril de 1859. Su pontificado fue largo y fecundo. Rigió la Iglesia de Zaragoza 22 años, donde realizó, en unos tiempos agitados y difíciles, una gran labor apostólica. Lo mismo que en Badajoz, también en Zaragoza realizó actos heroicos, como dormir en los hospitales con los enfermos, cuando se vio invadida por la peste asiática de 1865. Destacando su inagotable caridad, ejercitándola con largueza, en cuantos se acercaron a él en demanda de amparo y de consuelo; en el año 1874 vendió el coche y las mulas, para destinar su producto a los obreros que carecían de trabajo, el marqués de Ayerbe, le prestaba su coche para hacer las visitas pastorales y otros vecinos de Zaragoza, le enviaban legumbres para su comida que consistía en una sopa de pan y un cocido muy modesto.

Su labor destacó por la firmeza en mantener la disciplina eclesiástica, el esplendor del culto y la dignidad de su clero; puso mucho empeño en la conservación de la fe y de las buenas costumbres, escribiendo magníficas pastorales, fomentando misiones, atendiendo a las comunidades religiosas, elevando en cuanto pudo el nivel del Seminario, dando vida y aliento a las Instituciones católicas y visitando más de una vez las parroquias de su extensa diócesis, iluminándolas, con su sabiduría.

A él, también, se debe la creación del Seminario Menor de Belchite, de gran utilidad, para el fomento de vocaciones sacerdotales; ejerció un poderoso influjo en la terminación del proceso de canonización del Beato mártir aragonés Pedro de Arbués, a cuya solemnidad asistió en unión de distinguidas representaciones aragonesas y finalmente, hay que destacar que a su apoyo se debe la edificación de los templos del Hospicio provincial y el de San Lorenzo Mártir en el barrio de Garrapinillos, las mejoras realizadas en el de nuestra Señora del Portillo, la restauración del de San Pedro Nolasco, hoy del Sagrado Corazón, los primeros pasos en la de San Ildefonso, y sobre todo, la costosísima, de la monumental iglesia de los Padres Predicadores bajo la advocación de su gran Padre Santo Domingo, la cual logró, tras largos afanes y cuantiosos dispendios, ver abierta de nuevo al culto católico.

Dos hechos más hay que señalar en su vida, cada uno de los cuales por si solo habría bastado para inmortalizar su nombre: el gran avance que llevó a cabo en las obras y ornamentación de la basílica de Nuestra Señora del Pilar y la participación en el Concilio Vaticano I, convocado por su Santidad el Papa Pío IX.

Grandioso templo

Las obras para rematar y embellecer el grandioso templo, comenzaron el 22 de octubre de 1863, al considerar como un aviso del cielo el donativo de ochocientos mil reales hecho por un devoto de Madrid. Llovieron los donativos, se recaudaron en dos meses medio millón de reales, se subastaron las joyas de la Virgen y se tomó el acuerdo de levantar la gran cúpula central y simultáneamente se fueron montando las cuatro cúpulas pequeñas. Las obras de la terminación y ornamentación de la basílica del Pilar duraron diez años. El día 10 de octubre de 1872, terminadas las obras, fue consagrado el grandioso templo, con general satisfacción. Una inmensa muchedumbre abarrotaba los alrededores del edificio, asistieron dieciséis cardenales de toda España y actuó de consagrante el arzobispo de Santiago de Compostela, cardenal Miguel García Cuesta.

En 1869 se dirigió a Roma para asistir al Concilio Vaticano I. Participó en la Asamblea general, donde setecientos Prelados de la Iglesia, presididos por el Papa, resolvieron sobre puntos importantísimos de la fe y de la disciplina eclesiástica. Su intervención fue señalada como una de las más eficaces y decisivas. Fue elegido por unanimidad, para la más importante de las comisiones conciliares, la Comisión "De Fide", donde ocupó el primer lugar después de su Presidente el Cardenal Bilio, mereciendo ser felicitado por el Papa. Su autoridad en las Congregaciones fue tan grande que su palabra era escuchada siempre con interés y respeto. De él se dijo, que los veinticuatro Prelados que componían la Comisión de Fide lo habían proclamado como "el primer teólogo del mundo" y hay quien pone en labios del Cardenal Rampolla el más grande elogio que puede merecer un Prelado: "que a los trabajos del Arzobispo de Zaragoza en las Congregaciones particulares se debió la declaración dogmática de la infalibilidad del Romano Pontífice, con éxito tan grande que, solo dos de los 535 Prelados que votaron se opusieron a ella".

Por su actuación en el Concilio el papa Pío IX le nombra Cardenal de la Santa Iglesia, con el título de San Esteban "in monte Coelio", en el consistorio del 12 de marzo de 1877. Era el segundo Cardenal de que gozaba Zaragoza. La ciudad y la diócesis se deshicieron en grades demostraciones de entusiasmo, demostraciones que recogidas por la Maestranza de Caballería de Zaragoza dieron lugar a que este Real Cuerpo de Zaragoza celebrase en la iglesia de Santa Isabel una magnífica función religiosa de acción de gracias, en la cual pronunció la oración sagrada el entonces director del Seminario D. Florencio Jardiel. Los canónigos zaragozanos se apresuraron a regalarle las vestiduras púrpura propias de los cardenales, pero él prefirió seguir vistiendo las vestiduras prelaticias con los colores negro y blanco del hábito dominico. Fue uno de los cardenales españoles que asistió a la elección del Papa León XIII.

Una larga y penosa enfermedad le retuvo en el lecho hasta que murió el 21 de abril de 1881, completamente pobre, a los cuatro años justos de haber sido creado Cardenal. Según las crónicas, le lloró toda España y sobre todo la diócesis de Zaragoza, donde le conocían con el sobrenombre de "El santo Gallego", así era como se refería a él, Santa Micaela del Santísimo Sacramento, la famosa vizcondesa de Jorbalán, que lo trató muy de cerca. En sufragio de su alma se celebraron solemnes funerales, a los que asistió una inmensa multitud de fieles conmovidos por tan gran pérdida, en los que se cantó la misa "de Réquiem" de D. Hilario Pradanos y en los que hizo su elogio fúnebre D. Antonio Silva, siendo sepultado en la cripta situada debajo de la Capilla de la Virgen del Pilar. Como permanente recuerdo de su iniciativa y su denodado esfuerzo para la conclusión del templo, fue pintado por Mariano Pescador su escudo arzobispal en una de las pechinas de la gran cúpula central de la basílica del Pilar.

El Cardenal García Gil pertenecía a las Congregaciones de Obispos y Regulares, del Índice, de Indulgencias y de Sagradas Reliquias, era noble Romano y estaba condecorado con las grandes cruces de Isabel la Católica y de Carlos III. Zaragoza quiso levantarle un monumento. Se tomó el acuerdo y el acuerdo no ha sido derogado, es firme todavía, mas el monumento no ha sido erigido; el sabio Cardenal no ha pasado de ser hijo adoptivo de Zaragoza. El verdadero monumento levantado, fue la gran obra sobre su vida (de más de novecientas páginas), que escribió el dominico Fray Vito-Tomás Gómez García.

A su muerte, donó, un magnífico pectoral, para el primer obispo que hubiera seguido sus estudios en el Seminario de Lugo, que permaneció en poder de los diferentes prelados que ocuparon la silla lucense, hasta que fue nombrado obispo el insigne hijo de Lugo Fray Plácido Ángel Rey Lemos, al que le fue entregada la magnífica alhaja. Es de resaltar que tanto en Badajoz como en Zaragoza, vivió formando comunidad con algunos sacerdotes lucenses, que fueron sus eficaces colaboradores, como su secretario de cámara, Fray José Baliño. Así su intimidad se desenvolvió en un clima familiar de Galicia y seguramente, hablando gallego.

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