Cada vez que le preguntaban a Matthew Le Tissier por qué seguía desgranando su abrumador talento en el Southampton mientras rechazaba las propuestas de los grandes clubes ingleses que cada verano llamaban a su puerta, siempre respondió lo mismo: “Porque no hay nada mejor en la vida que tratar de ganar a esos mismos equipos con el Southampton”. Esa frase, pronunciada hace años por un centrocampista sin dientes y con tendencia al sobrepeso, explica de forma sencilla el fútbol, ese juego que enganchó a las clases más populares porque parecía diseñado para reivindicarles. Su barrio, su pueblo, su condado, su región, su sindicato, su gremio quedaban las tardes del sábado en manos de esos equipos con los que trataban de disfrutar del simple placer de ganar a sus vecinos. Y así se fue construyendo este imperio que no ha dejado de evolucionar, pero que mantiene su motivación primitiva: verse representado por una camiseta y disfrutar de las alegrías y las penas con otros que sienten como tú.

Ningún aficionado de equipo modesto es tan ciego como para no entender que esto es un negocio y que el dinero está en el principio y en el fin de la discusión que ha desencadenado el anuncio de esta Superliga europea. Irrita la condescendencia de las últimas horas de sus apóstoles que han salido a evangelizar a la masa desde púlpitos de toda clase. “A ver niño, ven que te voy a explicar en qué consiste el mundo”. No gracias. Hace tiempo que el fútbol, como cualquier otra actividad, tomó el camino de perseguir el dinero. Sucedió cuando los grandes se dieron cuenta de que eso de ganar cada domingo no resultaba tan sencillo y que solo la billetera podía devolverles lo que ellos entendían como el orden natural de las cosas. Llegaron los millones de la Liga de Campeones, Sony, Mastercard y la factura mensual de Movistar y compañía para poner las cosas en su sitio. Y con ellos, aparecieron los oligarcas rusos, los jeques y sus emiratos, el gasto exagerado, los sueldos imposibles, las subastas obscenas de determinados futbolistas y el despilfarro. Una juerga interminable, descontrolada, que el actual formato ya no es capaz de sostener. Los balances aprietan, los jugadores siguen queriendo un Ferrari nuevo cada año, las comisiones aumentan y los domingos hay que correr demasiado para ganar a cualquiera.

  • Florentino, sobre la Superliga: "Queremos salvar el fútbol, estamos arruinados"

    El presidente del Madrid asegura que los clubs han perdido 5.000 millones de euros y que estarán "muertos" en 2024 si no actúan

Era evidente que tarde o temprano llegaría el momento de dar un paso más y exprimir hasta el límite la Liga de Campeones. Era el siguiente movimiento. El fútbol aceptaba eso, como ha hecho con montones de cambios a lo largo de su historia. Los clubes pequeños y su legión de hinchas. En España incluso habían tragado con el dopaje financiero que supone el desigual reparto de los derechos de la Liga. Todo el mundo dio por válido que el producto vale más porque juegan en ella el Real Madrid o el Barcelona y que por ello debían cobrar más. Nadie es tan torpe para negar esa evidencia. Por eso sobran todos los sermones de aquellos que han visto a Florentino reflejado en los posos del te y dan gracias al “creador” por la nueva competición mientras olvidan que parte de la “grandeza” de Real Madrid o Barcelona se debe a todos esos parias que han aceptado competir contra ellos en inferioridad de condiciones, pero que aún así han peleado cada semana, cada temporada, de forma honorable para obligarles a ser mejores e incluso han formado a muchos de sus futbolistas. Con sus imperfecciones ese sistema ha funcionado.

Pero algo muy diferente es convertir la principal competición europea en un club privado donde al resto se le niega la entrada porque se ha presentado en la puerta en zapatillas o ha llegado en un utilitario. Ahí está el de seguridad preguntándote de parte de quién vienes para hacer la criba. Solo importa que llegues apestando a dinero y que tu presencia invoque aromas del desierto. La historia o los resultados deportivos recientes tienen una importancia relativa visto el nombre de algunos de los integrantes de esta nueva realeza. Anular el mérito deportivo para acceder a una competición atenta contra la esencia del juego y reduce el valor de las competiciones nacionales que servirían solo como campo de pruebas de los “euroequipos”. Perderán partidos, seguro, pero no les importará tanto y los miércoles regresarán a su burbuja cubierta de oro convencidos de que no hay nada más hermoso que una cuenta de resultados. El resto de clubes se empobrecerá, afectará con seguridad al fútbol de formación y detrás vendrán más calamidades. La conciencia de los “grandes” quedará limpia porque “seguimos jugando la Liga española”. Pero las consecuencias serán letales. Se salvará el fútbol porque es inmortal y porque en cualquier esquina siempre habrá un equipo con su gente detrás, que le acompañará al infierno para no dejarle nunca solo y que disfrutará y sufrirá ya esté enfrente el Manchester United o el Tomelloso. Pero este engendro cambiará para siempre este deporte y nos robará otras cosas. Muchos sueños sobre todo. El gol de Revivo en Anfield, el recital ante la Juve, el robo de Markus Merk contra el Barcelona, el gol de “Pepe Nacho” en San Siro, la ocasión del último minuto en Old Trafford… Todo eso se irá para siempre. Las generaciones futuras no tendrán la ocasión de disfrutar de algo así. Eso es lo que nos roban. El fútbol no porque, aunque no se lo crean, no es suyo.