El Celta es un barco que ha decidido sortear las tormentas que salen a su paso lanzando capitanes por la borda. Sorprende que haya resistido a flote tras haberse convertido en las últimas temporadas en la principal máquina de triturar entrenadores en Primera División. El triste noviembre, uno de esos meses absurdos que sobran en el calendario, cobra un especial sentido en Vigo, donde va camino de convertirse en un periodo rico en tradiciones: se encienden las luces de Navidad al tiempo que Mouriño y su corte sacrifican a un entrenador. Así llevamos tres angustiosos años, la prueba irrefutable de la inestabilidad que rodea la parcela deportiva de esta institución, incapaz de encontrar un camino y que cuando se siente apurada no ve otra solución que sacar del armario esa vieja guillotina que nunca llega a oxidarse.

Óscar García es la última víctima de esta vorágine, de este desorden, de estas idas y venidas permanentes sobre las que resulta imposible construir nada sólido. El Celta con los entrenadores tiene una relación compleja en la que nunca llega a sentirse a gusto. Es como quien está loco por casarse pero ninguno de los novios le parece el adecuado. Se enamoran con la facilidad y la ceguera de un adolescente. Pero esa tontería inicial en la que el otro es un compendio de grandes virtudes dura apenas unos días. Al poco tiempo ya comienzan a encontrarle los defectos de serie. No se suele ver hacia otras parcelas u otros despachos. Todo parece depender exclusivamente de la figura del entrenador, que rara vez cumple con las expectivas inicialmente creadas. Hace tiempo que en Vigo persiguen un imposible. Alguien que reúna varias de las siguientes características: el carisma de Luis Enrique, la capacidad de comprometer a un grupo de Eduardo Berizzo, el gusto por la cantera de Eusebio o la riqueza táctica de Unzué. Pues como no creen en la sede un departamento de I+D dirigido por un descendiente del doctor Frankenstein lo van a tener complicado para cumplir ese anhelo y al final todo desembocará en decepción, que traducido al lenguaje del fútbol equivale a sentar a alguien delante de un papel con el finiquito.

Pero en el despido de Oscar, que indudablemente ha hecho méritos de sobra para ser cuestionado, se dan otras circunstancias. Más allá de sus malos resultados, de los bandazos que ha dado en muchos momentos o de la fractura que pueda tener con determinados elementos del vestuario como se ha comprobado en el caso de la capitanía de Hugo Mallo, su trabajo no puede aislarse de lo que ha sido el verano y de las especiales circunstancias que han llevado al Celta a presentarse en la línea de salida de este curso con peor equipo que el pasado. Y aquella plantilla se salvó porque Óscar Rodríguez envió fuera un remate en el descuento de la última jornada. Había que ser muy optimista para creer que se iba a producir una transformación radical en la trayectoria del equipo y que el grupo temeroso en Cornellá iba a parecer de repente la legión romana. Para eso, más que un técnico habrían necesitado un hechicero. Este fútbol pandémico ha estrujado la mayoría de plantillas de Primera y los clubes se han visto cercenados por la caída de ingresos y el recorte en el límite salarial ordenado por ese juez supremo llamado Javier Tebas. El ejemplo en Vigo resulta evidente. En agosto se habló de cubrir una serie de posiciones con jugadores que nunca llegaron y al mismo tiempo el club fue incapaz de desprenderse de ese excedente de futbolistas que no le sirven pero cobran, cubren una plaza de la plantilla profesional e impiden otras llegadas. Tareas todas que no correspondían a Óscar, pero que él sufría en primera persona. Y ahora también es el primero en pagar la factura. Se suponía que habría un poco más de indulgencia para un entrenador que ha visto sus recursos limitados y que para compensarlo ha puesto en valor a un grupo de juveniles obligados a madurar de golpe. Justo lo que tantas veces el club ha predicado como su modelo. Pero se ve que la apuesta por la cantera solo lo es si se gana. La derrota iguala a todos los presidentes. Lejos de tener en cuenta estas circunstancias o de mostrar un poco más de paciencia, el club ha actuado de forma implacable. Lo hacen convencidos (y lo creo sinceramente) de que es la mejor solución, pero en ese despido se resume toda la autocrítica prometida en verano. Ahora llegará Coudet y su discurso más canchero (en la rueda de técnicos del Celta se van alternando los académicos con los raciales), pero si hubiese estado en el partido contra el Elche y en los últimos minutos buscase en el banquillo un delantero que le ganase el partido, solo habría encontrado a un crío de diecisiete años mirándole con ojos ansiosos. Lo mismo que vio Óscar el pasado viernes.