Si durante el transcurso de un partido de fútbol no materializas en gol el dominio y las oportunidades que se tienen, se termina perdiendo. Al igual que ocurre cuando se contrata a un entrenador sin el análisis adecuado. Muchos piensan que el entrenador no es pieza fundamental para hacer importante a un equipo. Creen que el entrenador debe de ser un técnico que sepa llevar bien el vestuario y llevarse bien con los jugadores, que se piensa que son la pieza fundamental del juego. Nada más lejos de la realidad.

Un buen entrenador es el que hace un buen equipo, un equipo difícil para la derrota y triunfador en la victoria. Es la pieza fundamental de un club, pero también la más negativa si no se sabe elegir adecuadamente, dados los escasos técnicos de verdad que hay, por no decir que no hay ninguno que lo sea de verdad. Y cuando digo esto, lo digo con fundamento de causa.

En mis más de quince años de vida profesional del fútbol tuve más de treinta entrenadores, muchos de ellos de una categoría que no tienen ninguno de los "estudiosos" de hoy. Y si me preguntan quién de ellos fue el mejor, diré que tendría que fundir en uno solo a tres grandes entrenadores de la categoría de Alejandro Scopelli, Ricardo Zamora y Luis Casas Pasarín o bien de Roque Olsen. ¡Miren si es difícil ser un buen entrenador!

Un buen entrenador tiene que ser un buen táctico, conocedor de las virtudes y defectos del contrario, para dárselas a conocer y aprovecharlas a favor de sus jugadores en los planteamientos que haga del partido a disputar. Antes lo hacían en la conocida como pizarra, pero ahora lo tienen mucho más fácil con la televisión. Y aún así no hay progreso ni en la táctica ni en la técnica o la estrategia del jugador. Todo parece estar clonado en el fútbol de hoy, ya que todos se copian unos a otros en la misma forma de juego.

Como táctico, tengo que elegir al hombre que dominaba la pizarra hasta el punto de calcar en ella todo lo que iba a ocurrir en el terreno de juego, así como los fallos que había que aprovechar del equipo contrario, al mismo tiempo que subsanaba los propios. En esto Alejandro Scopelli era, con mucho, el mejor en España. Pero fallaba en el dominio del banquillo, donde veía claro la jugada a subsanar pero no lo hacía, con aquel reproche que le salía siempre espontáneamente: "¡Pero mi... ércoles!". También fallaba a la hora de imponerse al jugador engreído para sacarle lo mejor que tenía para el equipo. Aquí su comportamiento era como el de un padre educado, correcto y de trato amable y paternal. Lo que nunca acepta un jugador ensalzado por la prensa, radio y aficionados.

Para subsanar la falta del dominio del banquillo de Scopelli habría que echar mano del gran Ricardo Zamora. Hombre nada táctico, que solo creía y conocía lo que se desarrollaba "in situ" en el terreno de juego. Aquí era tan grande su saber como su gran envergadura y personalidad de hombre. En cada momento oportuno del partido sabía colocar al jugador en el sitio adecuado. Al mismo tiempo sabía cómo presionar sobre el contrario e incluso sobre el árbitro para que señalase la jugada a favor o en contra, según conviniera.

Luego su gran don estaba en saber controlar el reloj, pieza importante que debe conocer muy bien un entrenador, para realizar sobre la marcha del partido los cambios de juego, no de jugadores, que debe adoptar el equipo, bien para el ataque, bien para la defensa o el control del medio campo, según convenga y sea el resultado. El objetivo es cambiar el partido en ese momento o sorprender al contrario. Aquí su personalidad era arrolladora.

Don Ricardo poseía una personalidad inmensa. En mis tiempos, el Celta solo podía comprar durante toda la temporada dos juegos de camisetas, dos juegos de pantalones y dos juegos de medias, una al comienzo del campeonato y el otro juego para toda la segunda vuelta. Así que cuando llegábamos al descanso con la camiseta y pantalones cubiertos de barro y mojados, ateridos de frío, solo nos calentábamos para proseguir la segunda parte del partido con el café a hervir que Galeiro, el utillero, nos tenía preparado en su vieja cafetera.

Siempre comprábamos nuestro equipaje en "Deportes Cóndor", en Madrid -las botas nos las hacía Ramón, un zapatero que por las tardes trabajaba de acomodador en el Cine García Barbón-. Al ver que el establecimiento, en el que se encontraba casi todo el equipo en su interior, estaba rodeado de un buen número de aficionados que nos miraban, entre admirados y curiosos, me fui junto a Olmedo, que era y jugó en el Madrid. Cuando Cameselle, nuestro chófer del "Lanzallamas", le mostraba la belleza de Vigo desde un repecho de la carretera cuando entrábamos en la ciudad, con la sorna madrileña que poseía le decía: "Para ser un barrio como los de Madrid no está nada mal".

Yo, al ver toda aquella gente admirándonos como algo que nunca hubiesen visto, me fui a junto Olmedo y le hice ver.

- Tú siempre dices que los de provincia somos unos paletos; pues anda que los que hay fuera...

- ¿Tú crees que están ahí por nosotros? ¡Ya verás a la salida por qué hay tanta gente viéndonos-, me contestó con su media sonrisa de resabiado madrileño.

Medio sorprendido por la respuesta de mi compañero, esperé expectante nuestra salida del local y cuando lo hizo Zamora, en primer lugar, un atronador aplauso brotó de toda aquella gente, que no solo le aplaudía sino que intentaba tocarlo como algo sagrado para ellos. Olmedo me buscó con su mirada de pícaro y me sonrió para confirmarme sus palabras anteriores.

En otra ocasión en que jugábamos en el viejo San Mamés, contra el Athletic de Bilbao, comprobé una vez más la personalidad arrolladora que tenía aquel gigantón en toda España. Toda la "Catedral" del fútbol vasco de aquel entonces le brindó una impresionante y larga ovación que le hizo saludar, sombrero en mano, desde el centro del terreno. ¡Así también se quería y respetaba a nuestro Celta!

Volviendo al análisis de los entrenadores, diré que ni Alejandro Scopelli, que era un padre para nosotros, ni Don Ricardo Zamora, que siempre nos trataba como un compañero más y tenía sus debilidades por algún que otro jugador, le sabían sacar el máximo rendimiento al jugador engreído, rebelde, cómodo, ese que pensaba que con una jugada preciosista o un magnífico pase de gol ya había cumplido y justificado su escaso esfuerzo en el terreno de juego.

En esta faceta tendría que buscar a Luis Casas Pasarín, hombre que fallaba en las dos cualidades anteriores, pero que esta sí la dominaba muy bien. Sabía presionar al máximo, sin miramientos, al jugador tanto antes como durante y después del partido. Contaré una anécdota de cuando terminamos de jugar un partido en el campo de Atocha de la Real Sociedad, un día de frío y lluvia, con dos palmos de barro. El balón y la vestimenta ya habían cogido casi los cinco kilos de peso. Recuerdo que era tanto el frío que hacía aquel día que no podía mover los dedos de mis manos congeladas; las que Galeiro, pues aún no teníamos masajista, hacía revivir arrojando café hirviendo sobre ellas.

Habíamos perdido 3-1 y Pasarín, al concluir el encuentro y en la misma caseta, comenzó a torcer una a una las camisetas de los que habíamos jugado. Todas estaban manchadas de barro y empapadas por la lluvia menos una. Al verla se fue bramando hacia el jugador, mostrándole la inmaculada camiseta; si el jugador en cuestión no se apresura a salir corriendo del vestuario como estaba, a medio vestir, tal vez hubiera más que una bronca. Aquel día el fino jugador de buena trayectoria técnica aprendió a correr y arriesgar en la jugada, aunque no era lo suyo.

La verdadera labor que afronta un entrenador es hacer jugar a once jugadores como uno solo, conjuntándolos en un verdadero equipo. Y no, como se hace ahora, haciendo jugar a diez de los jugadores para el lucimiento o la consecuencia del gol de uno solo, lo que conlleva la precariedad de la jugada estrella del fútbol, que es el gol, cuando ese jugador falta en el equipo. Roque Olsen sería el otro entrenador, de los más de treinta que tuve en mi carrera profesional, que mejor sabía sacar rendimiento, no solo a un jugador sino a todo un equipo, de forma más convincente y más acorde con los buenos modales. Era un hombre afable, aparentemente tranquilo, correcto en el trato y consejero en todo el momento, pero firme y seguro en sus decisiones, que él creía eran las mejores, siempre, para el jugador.

Estuve bajo sus órdenes cuando jugaba en el Deportivo. Fue en la temporada 1963-64, en Segunda División. Llevábamos la temporada de "carretilla". Solo perdimos dos o tres partidos, pues las victorias, dentro y fuera de casa, eran constantes. Creo que jugando contra el Badalona -sé que era un equipo catalán-, al que le ganamos en su campo (1-7), sin haber perdido aún un solo partido, al finalizar, en la caseta nos vimos sorprendidos por el mister, completamente enfadado con todos nosotros. Para él habíamos hecho el peor partido de la temporada y con el juego desarrollado y con la actitud que habíamos tenido sobre el terreno de juego no íbamos a ninguna parte. Nosotros, sorprendidos por el enfado del mister, tras el amplio y escandaloso resultado, nos preguntábamos: "¿Pero qué más puede pedirnos? ¡Cuando perdamos nos mata a todos!".

Así que cuando perdimos el primer partido en Vitoria contra el Alavés ninguno de nosotros quería entrar en la caseta. Yo, como no había jugado, por lo que había quedado fuera de responsabilidad, fui el primero que me decidí a entrar en los vestuarios; luego lo hicieron los demás, poco a poco y en silencio, con el gesto preocupado por lo que nos iba a caer encima. Primero por la derrota y además porque durante el viaje el mister había dejado en tierra al delegado por haber llegado tarde. Esperamos temerosos la tormenta por nuestra primera derrota, con casi ya media Liga avanzada.

Pero fue una enorme sorpresa con la que nos encontramos cuando vimos a un mister amable, tranquilizador, que nos halagaba el buen juego desplegado sobre el terreno. Para él habíamos realizado el mejor partido de todos los jugados. Fue entonces cuando comprendí lo que pretendía aquel magnífico entrenador en este terreno. En la victoria no quería que el jugador se acomodase y se confiara en los futuros encuentros; en la derrota nos tranquilizaba y subsanaba la desconfianza que podía surgir entre nosotros.

No solo nos sabía inculcar ganas y confianza en el triunfo, sino también impedirnos las escapadas nocturnas, que siempre influyen en el rendimiento del jugador, antes y después del partido. En esto aún era todavía más rígido e intolerante. Todas las noches, sin faltar una sola, salvo las que nos concedía con permiso, una por semana, pasaba por cada uno de los domicilios de cada jugador. Cuando hacía sonar el timbre de mi casa -yo ya sabía la hora, más o menos, en que lo hacía todos los días-, me aprovechaba de los gamberros que tocan los timbres por las noches, y le gritaba:

- ¡Gamberro, como vuelvas a tocar el timbre llamo a la policía!

- Gamberro le voy a dar a usted mañana. Ahora asómese por la ventana para que lo vea bien-, contestaba Olsen sonriendo, aceptando mi broma.

Cuando me asomaba y me veía de medio cuerpo, volvía a decirme:

- ¡Está bien, ya veo que está en pijama!

Otras veces, cuando la embriaguez del triunfo nos transformaba y nos queríamos imponer para salir por la noche sin el reproche y con el permiso del entrenador, nos desarmaba de tal forma que dejábamos de tener las ansias de vagar por cabarets. Como aquella vez en Gijón, donde habíamos ganado con holgura. Terminamos de cenar y nos pusimos de acuerdo los veteranos para pedirle que nos dejara salir aquella noche, pues llevábamos toda la temporada sin salir y prácticamente ya éramos campeones de Segunda a tres o cuatro jornadas para el final de Liga si ganábamos el siguiente domingo, concretamente al Celta en Riazor.

- ¿Y hasta qué hora quieren salir?-, nos preguntó, cuando nos presentamos ante él y el delegado al terminar de cenar.

- Pues... hasta las tres o cuatro de la mañana-, le contestó Veloso, que era el capitán.

- Así que quieren salir...-.

Después de decir esto nos señaló a los casados y nos dijo:

- Usted, usted y usted, están casados, ¿verdad?

Nosotros quedamos extrañados porque él sabía de sobra que lo estábamos, y esperamos desconfiados el veredicto de nuestra petición.

- Pues bien-, volvió a decirnos, -aquí está el delegado, que ahora mismo os va a pagar la prima que habéis ganado hoy merecidamente. Y que vosotros vais a derrochar tontamente por los cabarets en vez de guardarla y por la mañana, antes de salir, comprarles unos bonitos juguetes a vuestros hijos y un buen regalo a vuestras mujeres. No solo ellas os lo agradecerían sino que vuestros hijos lo harían aún más-.

Y añadió:

- Ahora, si queréis salir, tenéis permiso hasta las tres de la mañana-.

Terminamos, pensativos, sentados tomando un café en una cafetería y diciéndonos los unos a los otros:

- O 'cabezón' (así le llamábamos a nuestro entrenador,) ten razón. ¿Qué facemos?

Todos, sin excepción, solteros y casados, nos fuimos a las doce de la noche, como siempre, al hotel y a la cama.