- ¿Cómo te hiciste celtista?

Por un momento no supe qué contestar al periodista que me hacía esta pregunta. Sin pensarlo, ni poder evitarlo, brotó en mí la respuesta:

- Yo nunca me hice celtista porque nací celtista.

Por un instante, ante la sorpresa del periodista por la respuesta, cerré los ojos y me vi de pie encima de una ancha, amplia y cuadrada mesa de comedor, tocando con mi pequeña cabeza de niño los flequillos de cristal de la lámpara que alumbraba toda la estancia. Aquel hombre que estaba delante de mí sonriéndome feliz, de más de dos metros de altura y de ciento veinte kilos de peso, me había subido a ella, como si fuera una pluma, y me decía orgulloso:

- Vas a ser o millor mariñeiro da Puebla.

Aquellas palabras, aunque tenía cinco años, las entendí y me preocupaban. Yo no quería ser marinero, pero cuando mi padre decidía algo había que cumplirlo. Desde aquel momento mi angustia era no ser marinero, pues quería ser jugador de fútbol y del Celta, como todos mis seis hermanos. O bien panadero como eran mi padre y mi hermano mayor en la panadería que teníamos en el que era el más hermoso y coqueto pueblo de la Ría de Arosa, hasta que el "progreso", mal entendido, destruyó la zona más bella de aquel precioso rincón llamado Puebla del Caramiñal. Al que, incluso más tarde, le cambiaron el nombre por otro que nunca tuvo y que no me atrevo ni a escribir.

Mientras mis hermanos jugaban en la amplia y cuadrada mesa del comedor con sus amigos los disputadísimos y acalorados partidos de "fútbol" entre el Celta y el Deportivo con los jugadores de cartón recortados de la "Marca Gráfica", con su pequeño balón de corcho, sus diminutas porterías con red y todo, el más pequeño de los seis hermanos de una familia que se completaba con tres hermanas, de los doce que habían sido, se iba a la habitación del hermano enfermo a ver los programas de cine, que tan celosamente guardaba el enfermo en un arcón de madera debajo de su cama.

El cine le fascinaba y contemplando aquellos programas de mano, aquel niño vivía intensamente el motín del "Acorazado Potekin", la lucha por la toma de Jerusalén en "Las Cruzadas", la erupción del Vesubio en "Los últimos días de Pompeya", el martirio de los cristianos en "El signo de la cruz" o el frustrado amor de Armando Duval con "Margarita Gautier",que por ser solo para mayores se "colaba" y veía escondido en un rincón de general. Así como tantas y tantas otras películas.

"O mais seltista"

Aquellos "partidos" de fútbol entre los celtistas de los "Padrones" y los deportivistas de sus amigos terminaban entre gritos y enfados, incluso entre los propios hermanos. Siempre discutían entre ellos quién era el más celtista de todos después de su hermano mayor. Aquí tenía que intervenir su madre para evitar la pelea entre hermanos, a los que calmaba anteponiendo a todos a su hijo más pequeño:

- O mais seltista de todos vós é Moncho, que cando naseu non chorou, pois cando a señora María de Carlos lle dou nas cachas empezou a jritar: ¡Selta, Selta, Selta!".

Así como mi padre era tan alto como el genio de "El Ladrón de Bagdad" cuando salió de la botella, mi madre era del mundo de Gulliver. Analfabeta pero muy lista e inteligente, de una belleza serena, con unos ojos de azabache. Aún hoy recuerdo su mirada, siempre triste desde el fallecimiento de su hijo amado, del que yo heredé aquellos programas de cine.

Desde entonces la vi sonreír muy pocas veces, como aquella noche en que la acompañé al cine a llevarle la cena a mi ahora tercer hermano vivo de los seis hombres que habíamos sido, el cual manejaba la máquina de proyección. Vi junto a ella un poco de mi primera película, "Un par de gitanos", por los cómicos Laurel y Hardy.

Para comprender el "Olimpo" en el que se desarrollaba la estirpe céltica de los "Padrones", llamados así por haber nacido mi padre en la tierra de Rosalía de Castro, les hago notar el lema familiar; cuando llegaba un pobre de otros pueblos a pedir y preguntaba por alojamiento para pasar la noche, le decían: "Vaite ao forno de Padrón, que alí tes sempre un colchón de brosa para dormir e unha tasa de caldo para senar".

En este ambiente de cine y de fútbol, con jugadores de cartón y balón de corcho, me encontré en mi pupitre de la escuela, estudiando en la inolvidable enciclopedia Álvarez. Guardaba entre sus páginas los programas de cine y los cromos de los jugadores del Celta, cuya alineación sabía de carretilla y más de una vez casi recitaba al bueno de Don Salustiano, cuando me pedía que dijera los nombres de los reyes godos, que para mí no podían ser otros que Bermudez; Cons, Deva; Alvarito, Fuentes, Sabina; Venancio, Agustín, Del Pino, Mundo y Roig.

Luego, al final de la tarde, cuando ya estaba para concluir la clase, se oían unos arañazos en la delgada puerta de entrada al aula. Al oírlos, el bueno del profesor me decía:

- Allegue, ábrale a su hermano.

Era mi pequeño perro peludo Dike, que todas las tardes me venía a esperar a la escuela. Se tumbaba al lado de mi pupitre esperando salir corriendo conmigo para irnos a la playa o al relleno a jugar uno de aquellos partidos entre el "Pequeño Celta", que era el mío, y los del Caramiñal, que eran todos del Deportivo. Mientras, Dike corría alegre y contento exhibiendo la bandera de papel que le había confeccionado con el escudo del "Pequeño Celta", que no era otro que el del Celta.

Como la rabia de la derrota me desesperaba, al ver cómo el portero no era capaz de evitar los goles, y dado que la pelota de goma, que por falta de aire se quedaba cuadrada, y el equipo eran míos, me puse yo de portero y se me dio bien el parar como Eizaguirre. Pues no podía ser como Juanito Acuña, que era mi ídolo, ya que era el portero del Deportivo y no podía descubrir mis verdaderos sentimientos, salvo que pretendiese la mofa y el desprecio de todos mis amigos celtistas.

Ya como portero del "Pequeño Celta", y repartiendo los programas de mano del cine para ver gratis las películas de "El capitán Blood", "Horizontes de gloria", "La isla del tesoro", "La fuga de Tarzan" o "Tarzán y su hijo", mi padre hacía sus apariciones espontáneas y se colocaba detrás de mi portería. Mis amigos, al verlo, se paraban asustados y dejaban de jugar ante mi asombro, del que pronto salía al recibir un bofetón con aquella enorme mano y con aquellos dedos gruesos y fofos, como si fuera un guante de boxeo, que me hacía salir corriendo llorando, aunque no me doliera, hacia mi madre. La que me recibía con un buen par de "zapatillazos" en el trasero al mismo tiempo que me decía:

- Esto por non obedeser a teu pai. Pois si che dise que non xojes o fútbol, non xojas.

Ahora cierro los ojos y me veo de pantalón corto y en la manga derecha de mi chaqueta, que el sastre me había hecho de un traje de los de mi padre, todo alrededor de ella una ancha franja negra, que llevaba por su muerte.

Fue por consuelo del luto que hice aquel viaje que cambió mi vida. Y aunque muchas veces había cruzado la ría, en el coqueto y bonito barco de pasaje, para ver a mi hermano mayor, que vivía ahora en Villanueva de Arosa, donde se había establecido con una panadería, nunca había viajado tan lejos como lo iba hacer aquella vez. El segundo de mis hermanos, al que se le había encargado llevar la panadería bajo la tutela de nuestro hermano mayor, me llevaba con él y el peluquero del pueblo a ver por primera vez un partido de fútbol de Primera División, nada menos que entre el Celta y el Deportivo.

Un viaje interminable

Recuerdo como si la estuviera viviendo aún hoy la soleada y hermosa mañana de aquel domingo en la que se respiraba un ambiente de gran fiesta en el andén de la pobre y sencilla estación de Villagarcía de Arosa. Lleno de nerviosismo y cierto temor, pues nunca había viajado en tren, esperaba la llegada del que nos llevaría a mí y a toda aquella gente que, excitada, pensaba que tendría que tomarlo al asalto para hacerse un hueco dentro de él, ya que llegaría completamente lleno de La Coruña.

Al llegar el tan ansiado tren fue asaltado sin ningún miramiento, tanto por las puertas de subida como por las ventanillas. Todo era un "Babel" donde un amigo común, que venía de La Coruña, nos había guardado un sitio en un vagón mucho más lleno que el del camarote de los Hermanos Marx en "Una noche en la ópera".

Entre pequeños sobresaltos por la oscuridad de los túneles por los que pasábamos, y por los trenes que se cruzaban con el nuestro a toda velocidad, el viaje iba transcurriendo entre cánticos y discusiones de fútbol. Pero el corazón se me encogió cuando el pesado y largo tren cruzó por el puente de hierro sobre los tejados rojos de la ciudad de Redondela.

Entre las enormes nubes de vapor, los silbidos de la máquina que se entremezclaban con los gritos de los aficionados, que abandonaban el largo y lento tren, hacían que fuera una enorme explosión de alegría la estación terminal de aquel interminable viaje que para nosotros había comenzado a las siete de la mañana en el pequeño barco que cruzaba la Ría de Arosa.

Un grupo de aficionados que vomitaba la estación del ferrocarril pronto desplegaron una pancarta, la cual iban a pasear por la ciudad, en la que se podía leer: "Los de la ciudad de La Coruña saludan a los de la aldea de Vigo". Mi hermano y su amigo el peluquero me llevaron al centro de la ciudad, ya que ellos querían pulsar el ambiente tomando unas "tazas" en las más típicas tascas de la gran urbe.

Luego me llevaron en tranvía hasta cerca del estadio. Durante el trayecto, nuestro amigo coruñés, recordando el anuncio que estaba de moda, a los que caminaban por las aceras o se cruzaban subidos en la plataforma de otro tranvía con el nuestro, les gritaba: "¡Oye, que sean Philips!". En un bar, que aún existe, comimos una paella que nos supo a gloria y que no pudimos pagar, aunque lo intentamos, por la cantidad de gente a la que era imposible poder servir y atender.

El estadio estaba a rebosar. En la grada en la que nos encontrábamos, de pie sobre sus seis o siete escalones de cemento, todo a lo largo del campo, no entraba un espectador más. Sobre los enormes letreros que había a nuestras espaldas y en los descarnados árboles de la orilla del río Lagares se habían colgado un gran número de aficionados. El ambiente era el de gala, como correspondía a un partido de rivalidad entre el Celta y el Deportivo. Ambos equipos le disputaban el título de campeón de Liga al Atlético de Madrid.

De pronto en todo el estadio sonaron más aplausos que pitos. Una pancarta había aparecido en Marcador con la leyenda: "Los habitantes de Vigo, con el muelle más importante de Galicia para los grandes trasatlánticos, saludan a los ciudadanos del desembarcadero de La Coruña". De pronto, una sonora ovación resonó en todo el campo. El Deportivo, con su capitán y portero Juanito Acuña al frente, hacía acto de presencia sobre el terreno de juego formando una perfecta columna de a uno, que marchó directamente al círculo central del terreno de juego en el que se colocó, en su mismo centro, su capitán y gran portero saludando, brazo en alto, desde el mismo centro del círculo.

- Esta salida ao campo é una paixarada mais de Scopelli-, dijo a nuestro lado el amigo de La Coruña. Por lo que supuse que aquella era una nueva forma de saltar los equipos al terreno de juego, puesta de moda por el entrenador argentino en España. Luego sonó una atronadora ovación que ahogó cualquier intento de silbido. El Celta hacía su aparición en el terreno de juego de Balaídos. Y yo, entre aturdido y asustado, pues aún no creía que todo lo que estaba viendo era verdad, vi cómo mí ídolo oculto arrebataba un balón de los pies del bullidor e incordiante Mekerle, al que le clavaba los tacos en el músculo en su arriesgada salida. El grito de reproche para el magnífico guardameta coruñés fue unánime por parte de la hinchada céltica.

Luego recuerdo otra de sus magníficas intervenciones, al interceptar un balón que el interior local Hermidita intentaba rematar de cabeza ante la boca del gol. Magnífica la intervención del cancerbero deportivista. Pero lo que mejor recuerdo es el tercer gol del Deportivo, a media altura, marcado desde una considerable distancia, que no pudo atajar el portero céltico Marzá con su inútil estirada.

El disgusto del resultado adverso del partido estaba patente en el rostro de mi hermano y de su amigo el peluquero, que contrastaba con la alegría del otro amigo por el triunfo de su equipo. Así pues, sin la alegría de la mañana, y casi sin despedirnos del amigo coruñés, cogimos el tranvía y nos volvimos a la ciudad, donde nos esperaba mi hermano mayor en un conocido restaurant para cenar. Pero allí no había cena, solo lágrimas.

Fue una gran impresión para mí ver a mi hermano mayor llorar amargamente al mismo tiempo que con incontenida rabia exclamaba:

- ¡A ese equipo aún lo he de ver en Tercera División!

Yo, al ver llorar de aquella manera a mi hermano mayor, que ahora también hacía de mi padre, me prometí a mi mismo:

- ¡Cuando sea grande seré jugador del Celta y nunca más nos ganará el Deportivo! ¡Haré un Celta grande!