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Mirador de Lobeira

Tamborrada por los hosteleros

Ruido de tambores a las cinco de la tarde. Cada día, los hosteleros de Vilagarcía anuncian que bajan la verja y que esperan a sus clientes a la mañana siguiente, muy temprano. Algunos aún siguen luego, tras la barra, para servir cafés a domicilio, incluso churrasco para la cena. Pero sus ingresos han menguado tanto que incluso han de apagar las luces para que el recibo no se dispare y poder hacerle frente al cabo del mes.

Suenan las ollas a lo lejos, un repiqueteo persistente, en tono de lamento. En nada se parece a los aplausos del confinamiento, aquellos que servían para dar ánimos a los sanitarios que día y noche velaban por la salud de los contagiados y de los que no lo estaban.

El de ahora es estridente. Es un grito porque ya no pueden más. Tienen empleados y muchas familias a las que proteger, que dependen de ellos, exclusivamente de ellos.

Y la respuesta del pueblo es escasa. Se echa de menos el gesto de los balcones y ventanas. No estaría mal que al menos un día todo el mundo les acompañe en su percusión. Un día para la tamborrada general, de apoyo a un colectivo que lo está pasando mal porque son nueve meses con ingresos bajo cero. Números rojos que va a costar superar.

Es verdad que hay otros colectivos que lo están pasando igual o peor: piénsese en agencias de viaje, pilotos y azafatas, vendedores ambulantes, circos o espectáculos, todos ellos en idéntica tesitura, con las carteras vacías.

Por eso es el momento de la solidaridad, quizás de otro concepto del que apenas se habla, la hora de la humanidad en el más estricto sentido de la palabra porque el sonido de los cazos parece no alcanzar tímpanos políticos.

Es ahora imprescindible sumar, que todos los ciudadanos a una cumplan con la obligación de apoyar a quienes ahora más lo necesitan, porque la hostelería, como antes la construcción, es un sector básico de la economía. Tumbarlo sería una catástrofe adicional.

Sin hosteleros no hay turismo, ni ocio, ni cultura, ni vida social. Sin bares, la economía se resiente y con ella la crispación social.

Preservar la salud es clave en estos momentos de pandemia pero la economía hay que preservarla a toda costa y para ello es preciso articular medios de contención de la crisis y asegurar que una vez que todo esto pase pueda reabrir el mundo con cierta normalidad.

No se puede consentir que cierren establecimientos y mucho menos que las familias que han trabajado de la mañana a la noche, o de la noche a la mañana, que no han tenido ni siquiera un mes de vacaciones en toda la vida, se queden hoy al pairo, sin nada que llevarse a la boca.

A las puertas de la Navidad es hora de que Ayuntamientos, Xunta y Estado abran la caja registradora para distribuir las subvenciones y ayudas que prometieron.

No se les puede dejar en la estacada. Es preciso encontrar un alivio, una medida paliativa que devuelva la ilusión antes de que llegue la vacuna que, sin duda, va a ser de efectos retardados.

En la cocina siempre queda una olla a la que dar golpes, para que se oiga en lontananza y que resuenen a través de las paredes de Ravella, del pazo de Montero Ríos, de San Caetano o de la Carrera de San Jerónimo.

Y que ese estruendo llegue a aquellos que todavía no les falta de nada. Es cuestión de pura y simple justicia redistributiva, la que impregnó el espíritu de la Democracia de la que presumimos.

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