Criado entre música clásica y las reproducciones que hacía su abuela, copista del Museo del Prado, Juan Manuel Lezcano se ha convertido en un pintor consolidado con más de cuarenta exposiciones a sus espaldas. Con palabras de poeta y el pequeño toque bohemio que conserva todo artista, habla del arte pictórico como algo íntimo y personal a través de la que explora lo inexplorable. Con su Pontevedra natal y el Ourense adoptivo en mente y corazón sigue expresándose a través de la pintura.

-A pesar del amor que siente por la pintura, ¿se pelea mucho con ella?

-¡Todos los días! Es una dialéctica diaria en la que surgen enfrentamientos constantes. Nos enfrentamos con frecuencia.

-¿Cuáles son los rasgos básicos de un buen artista?

-Es difícil de explicar. Creo que principalmente debe ser sensible, valiente y conocer el mundo que lo rodea, lo pasado y lo presente, para no pensar que está “inventando la pólvora” cuando ya está inventada.

-¿La inspiración hay que buscarla?

-Yo encuentro la emoción en mi entorno, que en este momento es Ourense. Hay cosas que marcan tu historia y te influyen a la hora de pintar. Yo llevo dentro de mí los colores de la ría de Pontevedra en otoño, cuando el sol empieza a decaer. Con todo la inspiración viene después de un trabajo, cuando estás en tu taller con los materiales. Aunque sea un tópico, la inspiración viene, pero que te coja trabajando.

-¿Cómo recuerda sus comienzos?

-Los primeros lienzos y pinceles los compré ya aquí en Ourense, aunque yo llegué a la ciudad como sociólogo. Al principio era un juego, pero poco a poco me fui sumergiendo. Durante los primeros años pintaba con más o menos intensidad por etapas. Las más intensas eran las de los veranos cuando volvía a Pontevedra, con la luz de la ría. Con los años me fui dedicando más a este mundo, comencé a pintar más cosas, entrar ya de pleno en en la pintura.

-En la década de los ochenta sus obligaciones públicas lo separaron de la pintura.

-Sí, hubo un parón en lo que por aquel entonces era una decisión incipiente. Pero en los años 90 cesé en mi actividad pública y retomé la pintura, que aparecía casi como terapia ocupacional. Desde ese momento este mundo empezó a absorberme cada vez más. Empecé a trabajar con mucha intensidad. En 1992 la producción ya aconsejaba exponer.

-¿Qué sensación le produjo esa primera exposición de Coimbra?

-Escogí este lugar por un principio de pudor y porque lo sentía como neutral. Como bien indica la palabra, exponer es exponerse, es un compromiso, una incertidumbre. Se está sometiendo a juicio de los demás una cosa tan íntima como es la labor de la pintura que responde a lo más profundo de tu espíritu. Una exposición es una inquietud.

-¿Esto significa que se pinta más con la cabeza, el corazón o las manos?

-¡Se pinta hasta con los pies si hace falta! Es una conjunción de los tres. El corazón tiene que darte el valor para adentrarte en las partes más inexploradas de tu ser. La cabeza tiene que poner el equilibrio y la razón para plasmarlo. Y las manos son básica para la ejecución.

-¿Tiene una “meca” de la pintura?

-Sí, mi taller. Para el pintor, o por lo menos para mí, su taller es su mundo. Allí, en contacto con los materiales es donde te encuentras. Yo, de hecho, no puedo pasar mucho tiempo lejos de él.