Opinión | Crónica Política

La lejanía

Cerrado el capítulo del nuevo Gobierno autonómico y a punto de hacerlo la mudanza de los altos cargos en la estructura de las consellerías, parece buen momento para una reflexión. Se refiere a la capacidad del Parlamento de Galicia para suscitar un interés auténtico entre los habitantes de esta tierra y, sobre todo, mayor respeto por parte de los representados a los representantes. Lo que se deja expuesto viene a cuento de que, desde una opinión personal, cada vez aparenta más lejos la Cámara de la ciudadanía, y eso –sin ser funesto– puede resultar un peligro real para el sistema. De ahí que, tras insistir en lo que se afirma sobre la distancia dada vez mayor entre el Hórreo y la calle, quepa una advertencia: si no hay un acercamiento entre la representación de la soberanía y quienes la depositan en el poder legislativo, resultará difícil prosperar tanto política como socialmente como se merece Galicia.

En el sentido que se defiende, procede destacar el papel que la Presidencia parlamentaria gallega ejerce desde hace varias legislaturas: acercar al pueblo y a sus representantes lo más posible, despertar el interés de los representados por la tarea de los diputados mediante una campaña que recuerde lo que fue la Transición, lo que es la democracia y revivir mediante exposiciones la memoria de todo un pueblo. En esa línea hay que ensalzar también los distintos llamamientos que unos pocos desde el hemiciclo han hecho a partidos, organizaciones y todo tipo de plataformas civiles para llevar la razón y el sentido común a sus dichos, a sus hechos y a sus posibles consecuencias. Son inadmisibles los casi permanentes intercambios de insultos, descalificaciones y cacerías que se practican tanto en el Congreso como en el Senado. El único resultado que se obtiene con esos espectáculos es que los votantes crean cada vez menos en lo que votan y que se conformen con apostar por algo que saben que resulta como mucho un mal menor.

Es cierto, desde luego, que para conseguir el éxito que se reclama –o sea, acabar con la lejanía–, es del todo necesario modificar conductas individuales y también sectarismos de grupo. Pero a la vez lo es recordar que el sectarismo político aparece cada día con más fuerza en muchos de los estados y comunidades protagonistas en Europa. Se les llama populismos porque la única promesa que hacen es un imposible, pero sirve para embaucar a los incautos que todavía conserven algo de fe en el esquema que tanto degenera en estos tiempos. Y es que ese sectarismo, además de rencor, desencadena o puede hacerlo en cualquier momento algo peor: el odio. Y no se trata de escribir una epístola moral, ni tampoco de dar lecciones a nadie: sólo de reflexionar sobre lo que algunos, mintiendo de forma descarada, prometen lo que saben que no pueden cumplir, y por tanto desalientan a la ciudadanía.

El que se pinta no es un cuadro pesimista, ni una caricatura, si no probablemente la visión que de la vida pública tiene ahora una buena parte de las sociedades española y gallega. Es verdad que aquí, en esta tierra, los niveles de tensión que se alcanzan a través de lo que deberían ser pero no son fórmulas de solución común a problemas similares colectivos no se alcanzan, pero también lo es que algún tipo de acuerdo no parece tan imposible como sin duda aparenta ahora mismo el resto de la política nacional. Ya se ha dicho que esa es una tarea que compete a gobiernos y oposiciones, pero para conseguirlo sería necesario cambiar a fondo no solo los discursos, si no también lo que se entiende por bien común y que de momento no es otra cosa que “conseguir lo mejor para cada uno”. Claro que ese tipo de objetivos es tan difícil de alcanzar como aquello que algunas constituciones declaraban “un bien de las sociedades”: la felicidad de sus habitantes.

En todo caso, hay quizá la posibilidad de que el relativo espíritu de concordia que se vio en el debate de investidura del presidente Rueda se concrete e incluso se amplíe a lo largo de la legislatura. Quienes gobiernan tienen más obligación de cumplir lo que prometen que la oposición de oponerse, valga la redundancia, pero aún así si hay “sentidiño”, es posible que al menos una parte de los pactos que se ofrecieron y se rechazaron sea al fin tenida en cuenta. Eso significaría un bien “de país”, que en todo caso, es de lo que deberían de ocuparse con máxima prioridad los representantes de una sociedad que, como la gallega, merece más de lo que se le da. Algo que debería tenerse en cuenta, al menos por los que ejercen el poder: parece llegada la hora de que junto a los problemas que amenazan a no pocas zonas del mundo, se les tenga en cuenta por quienes pueden decidir, pero asuntos tan cercanos como el modo de vivir de la gran mayoría de los gallegos debe, por obligación ocupar el primer puesto en la lista de las prioridades. Porque esa lejanía que se va agrandando es el peor de los males.