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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Sobre los regalos regios

Isabel II muestra los presentes de su reinado

En verano, temas ligeros. Leo en la prensa que se ha inaugurado en Londres una exposición con parte de los regalos que Isabel II de Inglaterra ha recibido durante los 65 años que ya dura su reinado. Muchos de esos objetos son -como suele decirse- de "incalculable valor" pero los organizadores de la muestra tuvieron la precaución de explicar al público que en realidad no pertenecen en propiedad a la reina sino que esta los guarda en calidad de fiedeicomiso en nombre de la nación y por tanto no se les aplica un valor monetario.

Entre esos regalos, los medios destacan, como curiosidad, un pisapapeles hecho con hueso de dinosaurio fosilizado que le entregó el ayuntamiento de una ciudad canadiense durante una visita que tuvo lugar en el año 1959, una coraza de oro precolombina aportada por un dirigente panameño y un retrato de la propia reina hecho con hojas de plátano, obsequio del presidente de Ruanda, Paul Kagame, en 2006. Deducir cuál pudo ser el objetivo de los que hicieron esos regalos, fuera de la obvia voluntad de agradar o sorprender, es una tarea imposible. Todos los que hemos recibido o entregado regalos en más de una ocasión, sabemos que hay dos formas de afrontar el compromiso. Una romperse la cabeza tratando de acertar con algo original o que concuerde con los gustos (que conocemos o intuimos) de la persona que va ser obsequiada. Y otra, recurrir a algo convencional, una de esas cosas que no ofende ni estorba y que incluso puede ser cambiada por otra sin ofender por ello a la persona homenajeada. Por ejemplo, un marco de plata para fotografías (eso sí, de Tiffany) como el que le regaló el presidente de Estados Unidos, John Kennedy, rubricado con una dedicatoria. En cuestión de regalos, tan malo es pasarse con una enormidad que nadie sabe donde colocar como quedarse corto. Aquí, en España, quizás por herencia oriental, somos partidarios de halagar a nuestros reyes como si fueran descendientes del Gran Tamerlan.

Y de esa largueza hay ejemplos muy recientes, como el regalo del yate Fortuna (18 millones de euros) al rey Juan Carlos por un consorcio de empresarios mallorquines a razón de 600.000 euros cada uno con la excepción de una aportación pública que ofreció el presidente balear Jaume Matas (luego implicado en varios casos de corrupción) por importe de 2,7 millones de euros. Siete años mas tarde, el propio Rey, agobiado por el ambiente generalizado de corrupción de la vida institucional, renuncia a ese regalo y a otros, como dos Ferraris con que lo obsequió un jeque árabe, y propicia una reglamentación que circunscribe esa práctica a los objetos que "no superen los usos habituales de cortesía". Algunos tan disparatados, como ese delirio de algunas localidades costeras de convertirse en sede de la "corte real de verano" ofreciendo terrenos e inmuebles palaciegos con cargo al erario público o induciendo una suscripción popular casi obligatoria. Tal fue el caso del Palacio de la Magdalena de Santander, de la Isla de Cortegada en Vilagarcía de Arousa, o del Palacio de Miramar en San Sebastián. Las dos primeras puestas rápidamente a la venta por don Juan de Borbón en los inicios de la Transición.

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