A Sara Torres, ancla de misericordia

A pesar de haber sido capaces los españoles de vencer y casi enterrar al terrorismo, día a día son más notorios los síntomas de desafección democrática, subversión anti-institucional y rechazo al pensamiento político consolidado en Europa, sin que se perciban claramente las alternativas para sustituir lo que tanto ha costado alumbrar y perfeccionar. Una dictadura se monta con cuatro pistolas pero una democracia está compuesta, además del espíritu cívico que se echa de menos en España, de mecánica legislativa, jurídica y procedimental muy fina, precisa, compleja y frágil que lleva tiempo pulir, ensamblar y mantener en buen funcionamiento. Los que no aceptan el sistema político democrático -siempre en reconstrucción perfectible y siempre en peligro de manipulación- se posicionan implícita o explícitamente a favor de alguna forma de despotismo. Y el despotismo, aunque fuese ilustrado y bien intencionado, acaba situando el poder ejecutivo en manos de dictadores de tradición ultraconservadora chusquera o izquierdistas pánfilos que se toman por élites revolucionarias casi omniscientes.

Para mantener bien aceitado el engranaje del aparato democrático, la libertad de expresión y los medios que le dan cauce son imprescindibles. Pero no todo vale. En el discurso moralizante, buenos contra malos, late cada dos por tres la provechosa concordia con algún poco confesable designio. Asimismo, no hay que confundir análisis/opinión independiente -es decir, con criterio propio y sin partidismos- con marginal o extravagante. Nada hay menos independiente que los gurús de grupúsculos políticos o entidades sociales extremistas. Fernando Savater fue tempranero en arriesgar el prestigio intelectual -y la vida- distinguiendo entre la igualdad de derechos de las personas -todas las personas son igualmente respetables ante la ley- y la jerarquía lógica y moral de las ideas que pueda expresar una persona por muy revolucionaria y omnisciente que se considere o la reputen. Pretender que todas las ideas son igualmente respetables es una memez que además abre la puerta a conductas delictivas.

No todas las opiniones son igualmente respetables, no, no lo son, algunas son, simplemente, estupideces y, otras, delitos que no deberían ser fomentados por la libertad de expresión aunque gocen de un clima social de indulgente simpatía. Se ha repetido hasta la saciedad, pero al parecer no hay forma de que a unos cuantos les entre en las entendederas, que si alguien intenta convencer al prójimo de que hay que asesinar a los zurdos, a los rubios, a los carteros japoneses, a los ricos, a los policías suecos, a las cajeras de Mercadona o a los jueces valencianos en aras de un ideal superior no está expresando una opinión más o menos extravagante sino incitando a la comisión de un delito muy grave.

Un europeo normal y corriente no puede entender que durante treinta años se haya odiado tanto a Savater en el País Vasco por mantenerse firme en la defensa de principios incuestionables en cualquier latitud civilizada. Más difícil es cohonestar que se le siga odiando actualmente, allende el aro de fuego nacionalista, por delito de vigilante celo democrático. Alrededor de Savater, azote de tarugos, se ha cerrado un círculo de odio cuyas manifestaciones más suaves son llamarle fascista en plena calle -en Cataluña, falangista- romperle conferencias, enviarle correspondencia anónima insultante y demás vilezas extensivas a su esposa, Sara Torres. Sépase, parte del acoso no proviene del nacionalismo sino del activismo izquierdista lo cual es sintomático de la degeneración democrática en que está cayendo España.

Recientemente, nuestro amigo se ha ganado renovados odios agazapados en la izquierda bananera por escribir en su último libro -"Figuraciones mías. Sobre el gozo de leer y el riesgo de pensar"- cosas que caen de cajón: "(Orwell) apoyaba la democracia pese a sus imperfecciones y se revolvía contra quienes decían que era más o menos lo mismo o igual de mala que los regímenes totalitarios: según él una estupidez tan grande como decir que tener sólo media barra de pan es lo mismo que no tener nada que comer".

No es necesario ser estudioso del derecho político ni fino observador del funcionamiento de los tres poderes, teóricamente independientes, para constatar las múltiples disfuncionalidades, insuficiencias e incoherencias de las democracias (véase el teorema de Arrow, el más importante de las ciencias sociales) pero la experiencia histórica inclina la ciudadanía a preferir una "mala" democracia a una "buena" dictadura. Exigirles a las democracias occidentales, especialmente a la española, una perfección que roza lo absoluto es un burdo pretexto para deslegitimarlas a favor de sistemas políticos más imperfectos.

Otro tanto puede decirse de la libertad que, en un sentido también absoluto, está plagada de paradojas (la de Newcomb o el teorema de Conway-Kochen por ejemplo) hasta el punto de que existan serias dudas respecto a si las personas gozamos de libre albedrío. No obstante, nadie, aunque no crea en el libre albedrío, renuncia a las libertades cívicas salvo quien quiera suprimirlas para concentrar el poder en manos de un partido, dictador o planificador social ideal pretextando, hasta con buena fe, el bienestar colectivo como fin último.

Tardé mucho en comprender por qué a tanta gente le cuesta tanto aceptar que la parte más alta del armario es la de arriba. Desde hace algunos años, observando el calvario de Savater -que, por cierto, lleva su cruz con gran entereza- adquirí otra certeza: los intereses creados y la poquedad intelectual y moral transforman las lecciones recibidas en odio. En fin, necesité un mundo para empaparme de la sentencia de Terencio: Obsequium amicos, veritas odium parit (El servilismo genera amigos, la verdad, odio). Pero desde que la entendí no ando con medias tintas. Fernando Savater, tampoco.