Para no variar, el pataleo separatista del 11 de septiembre en Cataluña produjo el recurrente efecto de agitar las primeras filas del aparato socialista convulsionándolo con estremecimientos de burocrática fe en el federalismo milagrero. Pero el federalismo no ha de hartar la feroz, insaciable y antropofágica hambre cainita de los secesionistas, que han de arrancarle con colmillos babeantes de desagradecimiento la mano que la izquierda zombi les tiende. Lo de "izquierda zombi", debo precisar, es un inmenso logro semántico que sirve para titular al artículo de Félix Ovejero en Claves (número septiembre/octubre) ceñidamente definitorio del cacao mental en que han caído -por oportunismo, pusilanimidad o poquedad intelectual- muchos desnortados izquierdistas de otrora, entregados incondicionalmente en la actualidad a las justificaciones independentistas o, cuando menos, proclives a ponerles disculpas y paños calientes a sus retos políticos. No solo lo digo yo sino socialistas históricos como Jesús Bahíllo -cuyo artículo del pasado viernes en Faro de Vigo es de antología- que comparten mi desazón.

La tesis de la izquierda zombi que cobija esas disculpas es sencilla al tiempo que absurda: el independentismo se desarrolla por el inmovilismo de la derecha al no satisfacer suficientemente las demandas nacionalistas. Dicho a la brava: la mejor manera de calmar el hambre de un tigre es metiendo la cabeza entre sus fauces. Se debería, por tanto, según el aparato socialista, dar cabida en la Constitución española, reformada, a las demandas nacionalistas para que los secesionistas en potencia se sientan cómodos dentro del marco plurinacional del Estado español. Lo de "marco plurinacional" lo han sacado de la chistera, sobra decir, con la misma maña artera que un tahúr saca un as de bastos para darte un garrotazo en la cartera. Cómo pudieran sentirse en Galicia, País Vasco, Cataluña, Navarra, Baleares, Canarias, etc., los silenciosos y sufridos españoles acosados en ese idílico marco plurinacional en el que reinaría el buen rollito, no entre compatriotas sino entre vecinos, le importa bien poco al "necionalismo", neologismo de consolidado uso que apunta a la izquierda que actúa con probada necedad útil al independentismo.

La primera y más sonada necedad de ese entreguismo es asumir que los nacionalistas aceptarían sinceramente el federalismo, de buena fe, como un fin, cuando, en todo caso, sería una primera etapa para asentarse ideológicamente más aun al ahondar las diferencias con España borrando en la medida de lo posible lo que nos es común -empezando por la lengua- y magnificando diferencias folclóricas anacrónicas, absurdas, nimias, anecdóticas -carreras de trotones, juego de la sokatira, proezas de castellers y hasta la invocación por los druidas "de noso" a bruxas y curuxas preparando la queimada- para imponer épicas nacionales más falsas que las lanzas de las películas de romanos. Si hoy día, con los medios que el Estado de las autonomías ha puesto en manos de los nacionalistas, han sido capaces de lavar el cerebro a la población con menos espíritu crítico, que siempre es la más, imagínense lo que harían reinando sin competencia en sus feudos federalizados. Joaquín Leguina lo dejó muy clarito recientemente (El País, 30/09/2013) en un glorioso artículo -"El federalismo como magia"- recordando que, en propias palabras de Maragall, el federalismo asimétrico ínsito en el Estatut de 2006 tenía como finalidad hacer desaparecer el Estado central de Cataluña.

La forma más refinada de ir empujando de puntillas hacia su objetivo las propuestas secesionistas es parapetarse tras una fachada de aparente sentido común, reconocer que legalmente los nacionalistas no tienen ningún derecho a la autodeterminación -ese es, en esencia, el "derecho a decidir"- para, acto seguido, aceptar de pleno las tesis independentistas si bien con tono dolientemente civilizado: "Eso no quiere decir que el problema que hay planteado en Cataluña no sea real y que no haya que darle una respuesta democrática" (Francisco Morente, "El tramposo argumento del derecho a decidir", El País, 1/10/2013) Sin embargo, con esa aceptación primera -hay un problema en Cataluña que exige ser resuelto democráticamente- está cantado introducir de tapadillo lo que en última instancia quería obtener Mas apuntando por elevación, sabedor que no iba a conseguir de entrada del Gobierno, al menos de este, la autorización para una consulta por la independencia. Se intenta, por supuesto, obtener lo mismo no tan perentoria e inmediatamente sino a medio plazo pero presentando la cuestión en términos más aceptables: "La respuesta a la pregunta (.) no debería limitarse a un sí o un no a la independencia de Cataluña; (.) la pregunta debe tener tres respuestas posibles: independencia, Estado federal con mayor autogobierno que el actual o mantenimiento del Estatuto de autonomía vigente" (Ibídem)

Para tal viaje no hacen falta tantas alforjas. Si la respuesta a la consulta fuera el mantenimiento del Estatuto de autonomía vigente no se habría resuelto el problema que según Francisco Morente "hay planteado en Cataluña"; si la respuesta fuera independencia, la consulta sería irreversible y se abrirían paralelas demandas de independencia en otras regiones periféricas españolas; si la respuesta fuera mayor autogobierno, volviendo prácticamente al Estatut de 2006, se le devolverían las armas a los secesionistas para que, a medio plazo, organizaran legalmente consultas por la independencia -más autogobierno significa entre otras cosas "derecho a decidir"- tantas veces como fuera necesario hasta ganar.

Si bien se mira, la justificación del señor Morente para una fraudulenta consulta en trinomio se apoya totalmente y solamente en "el problema planteado en Cataluña" Y ahora pregunto yo ¿quiénes lo plantean? Pues que lo resuelvan si son tan listos y audaces porque mientras se cumpla la ley el problema lo sufrirán especialmente quienes lo crearon.