Agobiados por la crisis, los españoles en general y los gallegos en particular carecen de dinero suficiente para tarifar con la pareja e irse cada uno por su lado: razón que explicaría el notable descenso de un 13 por ciento en el número de separaciones y divorcios que registra en su último cómputo anual el Instituto Nacional de Estadística. Ya que no para otra cosa de provecho, la recesión sirve al menos para preservar la sagrada institución mercantil del matrimonio.

Las frías pero contundentes cifras del INE vienen a demostrar –por si hiciera falta- que la gente ya no se casa por la Iglesia o por lo civil, sino por el banco. Olvidados el cura y el juez, ahora es el director de la sucursal más próxima el encargado de echarles las bendiciones a los contrayentes por medio del sacramento de la Hipoteca. Una vez firmada esa sentencia de matrimonio a veinte, treinta e incluso cuarenta años vista, los esposos quedan encadenados al crédito hasta que la amortización de la deuda les permita separarse. A juzgar por la brusca caída de la nupcialidad, son muchos aún los esposados a esa cadena, bastante más sólida que cualquier código civil o religioso.

La letra mensual de la hipoteca une más a los matrimonios que los latines del cura o las prédicas laicas de jueces y alcaldes. Es lógico. El matrimonio no deja de ser, después de todo, un contrato regulado por ley mediante el cual la pareja se organiza en sociedad de bienes: ya sean gananciales o separados.

Ningún problema hubo durante la era dorada del ladrillo que infundió en los españoles (y algo menos en los gallegos) la exagerada creencia de que el suyo era un país rico, por no decir opulento. A los constructores les quitaban los pisos de las manos, incluso antes de que estuvieran edificados: y también los particulares más avispados supieron hacer su agosto vendiendo a treinta millones lo que habían comprado por veinte.

Gracias a esa engañosa prosperidad que acaba de estallar como un globo dejando el país lleno de desempleados, el número de divorcios no paró de crecer casi exponencialmente durante la última década. A medida que engordaba la burbuja inmobiliaria lo hacían también las estadísticas de descasamiento. Si una pareja decidía devolverse los anillos, apenas tardaba unos meses en vender el piso –auténtico templo de la estabilidad conyugal- y repartir la ganancia entre los dos accionistas de la sociedad matrimonial de gananciales. El divorcio estaba al alcance de todo el mundo, casi sin distinción de clases.

Infelizmente –o por fortuna, según se vea-, el derrumbe del imperio inmobiliario ha acabado con el divorcio exprés e incluso con las más módicas separaciones. Ahora cuesta Dios y ayuda vender un piso, aunque sea rebajado: circunstancia que dificulta y a menudo hace imposible la liquidación de la hipoteca. Por grande que sea la ojeriza que se profesen, a los esposos esposados al crédito no les queda a menudo otro remedio que seguir compartiendo la casa hasta que el banco les dé autorización para separarse, salvo que opten por la nada recomendable vía criminal.

No menos significativo que la caída de la producción, el continuo cierre de empresas y los despidos ERE que ERE, el fuerte descenso del índice de divorcios constituye todo un indicador de la pésima situación económica del país. Cuando la separación se convierte en un artículo de lujo sólo al alcance de las clases pudientes que salen en el "Hola", no queda sino concluir que España vive su peor crisis en muchos decenios.

Cierto es que a cambio -y un tanto paradójicamente-, el hundimiento de las finanzas ha hecho más a favor de la institución del matrimonio que las constantes exhortaciones de los obispos y demás altas jerarquías de la Iglesia. Bien lo dice la nueva Biblia de los códigos mercantiles: lo que el banco ha unido, que no lo separe el hombre. Amén.

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