Hace tres años Eduardo Berizzo entró en la sala de prensa de Balaídos después de un largo periodo sin pisar por allí. Vestía traje y zapatos, pero quienes se acercaron aquella tarde de junio al estadio solo veían al futbolista que lloró como un niño después de la final de Copa de Sevilla, el que se despidió de Riazor dándose golpes en el pecho o el que fue incapaz de soltar el mínimo reproche al club después de su despido. Hasta aquel momento en que Torrrecilla y Mouriño apretaron su mano en un festival de sonrisas Berizzo era el exjugador del que todo el mundo guardaba un hermoso recuerdo en la cartera. Cayó en Vigo sobre ese confortable colchón que suponía su pasado como futbolista. Ese escudo funciona durante un tiempo, pero llega el día en que ya no te sirve de nada. La gente deja de valorarte porque un día le hayas querido comer el corazón a Naybet sino por lo que dices, por las promesas que incumples, por las alineaciones, los planteamientos y los puñeteros resultados. Esa transición es compleja y no todos los exfutbolistas son capaces de realizarla sin salir con algún arañazo en el prestigio. La historia está repleta de ejemplos. Berizzo no pertenece a esta clase. El argentino se marcha hoy del Celta convertido casi en una deidad por unos aficionados que le seguirían como a un caudillo a donde él quisiese. Un gesto suyo sería suficiente.

Ayer, en medio del impacto de su adiós, me dio por repasar las cosas que dijo el día de su presentación como entrenador del Celta. Nadie reparó en exceso en su discurso aquel día. Nos hacemos mayores y ya estamos inmunizados a la monserga de los entrenadores el día de su presentación. Llegará el día que alguno prometa hacer llover. El 2 de junio de 2014 la noticia era su presencia, el regreso a casa. Pero Berizzo, con un discurso tímido, casi vergonzoso, anunció lo que vendría a partir de ese momento en el Celta. Solo en lo referente a la cantera -su punto débil en estos tres años- se le puede poner alguna objeción. El resto lo cumplió de manera escrupulosa. Habló de ambición, de atrevimiento, de ilusión, de ganar. En estos tres años que ha estado al frente del equipo no ha dejado de hacerlo hasta difuminar el recuerdo de aquel central robusto, de buen trato al balón, contundente por alto y que cuando el partido se avinagraba se mordía la lengua para contener su furia. Mañana Berizzo será, a ojos del celtismo, primero exentrenador y luego exjugador del Celta. Solo Simeone ha sido capaz de un prodigio semejante.

Por eso cuesta un mundo el adiós, cuesta entender la separación, que nadie cerrase esa puerta de la sede el miércoles pasado y les dijese a los protagonistas "no salís de aquí hasta que lleguéis al puto acuerdo". Mouriño y su equipo han pasado por muchas etapas en los once años que llevan en el club, han pegado tumbos con el proyecto hasta que dieron con la tecla en los banquillos. Vinieron Eusebio, Herrera y Luis Enrique para hacer cada día mejor al Celta. Berizzo lidió con el fantasma de sus predecesores y acabó por llevar el equipo aún más lejos. Mucho más allá de lo imaginable. Hace solo cinco años, una mañana de domingo, la ciudad convulsionó con un gol en propia meta de Manucho en Zorrilla. Se abría al fin la puerta de la Primera División para el equipo. Solo un lustro después un templo como Old Trafford temblaba ante el ímpetu de un equipo modesto, orgulloso y osado que a punto estuvo de sacarlos a escobazos de Europa. Esa noche, y otras muchas, fue lo que prometió Berizzo hace solo tres años, cuando se presentó en Balaídos. Cumplió su palabra. No será fácil encontrar otro como él. Hay equipos que pasan una vida buscando su entrenador ideal. El Celta lo había encontrado.