Comparar a Oprah Winfrey con María Teresa Campos es facilón además de injusto para la primera. La presentadora televisiva norteamericana sólo podría equipararse al omnipotente Javier Sardá de «Crónicas marcianas», pero a escala planetaria. No se trata únicamente de una comunicadora, sino de una empresaria mediática emparentada con moguls como Rupert Murdoch. Sin duda, se erige en el único miembro de ese selecto club que fue madre a los quince años, el bebé falleció poco después. También es la única magnate audiovisual que cuenta con un integrante de su equipo encargado de arrodillarse a sus pies, para calzarla antes de cada programa. Esta singular situación, complementada con un centenar de millones de espectadores en todo el mundo, se ha consolidado exprimiendo durante un cuarto de siglo «The Oprah Winfrey Show». Es posible que sólo el legendario 60 minutos pueda disputarle la categoría de espacio más importante de la historia de la televisión.

A lomos de su empresa Harpo Productions, la hipérbole de que Oprah porque las reinas no tienen apellidos podría independizarse de Estados Unidos dista de ser descabellada. Todo el mundo ha visto su espectáculo, aunque de manera inconsciente. En España se ofrece fragmentado en las incorporaciones no atribuidas de los distintos magacines televisados, al igual que los humoristas de madrugada copian masivamente a David Letterman. Con ser importante, la audiencia nocturna del amo de las madrugadas es diez veces inferior a la congregada por la comunicadora que amplió el tamaño de su pantalla al protagonizar «El color púrpura». Steven Spielberg la catapultó a la nominación como candidata al Oscar a la mejor actriz secundaria. El hermano de la última ganadora de esa estatuilla la Monique de «Precious» eligió por supuesto su programa para confesar por primera vez que abusó sexualmente de su galardonada hermana.

Contarlo en Oprah es una expresión hecha del idioma inglés.

No se necesitan excusas para hablar de Oprah, pero la aparición de una biografía no autorizada ofrece el gancho idóneo para sostener la eterna actualidad de una mujer de 56 años que goza del elixir de la popularidad perpetua, sin verse incinerada por la exposición televisiva. La autora del libro de castigo es Kitty Kelley, que adquirió notoriedad por una biografía de Ronald Reagan en la que reveló que Nancy Reagan recibía en secreto a Frank Sinatra por la puerta trasera de la Casa Blanca, además de encomendarse a una vidente antes de tomar las decisiones que la historia recoge como decisiones trascendentes de su marido. Ante la negativa de la multimillonaria presentadora a colaborar, la autora se ha refugiado en las confidencias del padre legal de su biografiada.

Para apreciar a Oprah, es sugerente contemplarla a través de una cadena de televisión árabe, que llega a Europa por vía satélite y obliga a recapacitar sobre el impacto sobre las mujeres de ese país de la audiencia situada en hileras paralelas a escasa distancia de la conductora, o de las reminiscencias cabareteras de la entrevistadora que se atrevía a preguntarle a Michael Jackson por qué se agarraba continuamente los genitales, o a interesarse por las posibles escoceduras de una actriz porno. Curiosamente, la contemplación analítica de su actuación no permite discernir ninguna virtud especial. La presentadora confía en el poder magnético de sus ojos desorbitados, pero se equivoca. Simplicidad, naturalidad. Oprah y Obama no sólo empiezan por la misma vocal, sino que ambas denominaciones cuentan con el mismo número de letras. La presentadora fue el hada protectora del candidato Demócrata, y guarda tan alto concepto de sí misma que no le hubiera sorprendido la elección como candidata a la vicepresidencia. De hecho, en Michelle Obama le ha nacido una competidora de talla, aunque la primera dama no puede competir en ingresos con la persona mejor pagada del mundo del espectáculo. Ama las listas y las protagoniza, por ello figura continuamente en la relación de los cien personajes más influyentes del planeta que elabora el semanario Time, y donde el único representante español responde por Rafael Nadal.

La competidora blanca no latina, en el apéndice que utiliza ahora la taxonomía estadounidense de Oprah, sería Martha Stewart, pero su prestigio de creadora de estilo declinó tras una estancia en la cárcel a cuenta de unos manejos financieros. El divismo de la comunicadora ahora biografiada tiene aristas frágiles en su obsesión con la báscula. Sometida a sucesivas dietas yo-yo, gana y pierde peso como un indicador de su estado de ánimo. Esta fijación impulsó a la revista satírica The Onion a titular que Oprah celebra la pérdida de su kilo número diez mil.

Sobrevalorar a Oprah es tan peligroso como frivolizar con su influencia. Por ejemplo, y a través de su club de lectura, hace más por los libros que la suma de las universidades occidentales. No recomendar el Oprah de Kitty Kelley, aunque cada volumen que aparece en sus manos ingresa de inmediato en la lista de superventas del New York Times. En justa reciprocidad, el rotativo neoyorquino ha criticado con dureza la biografía desautorizada por la reina televisiva de América.