Cuando Milocho sale del trance de la siesta como un vampiro que resucita de noche, e inspiro su aliento poderoso a escasísimos centímetros; cuando busca otro acomodo tras horas de hibernación, cruza el pasillo con una cojera y sus patas hacen ruido de ventosa en la tarima, me río o, mejor dicho, me escarallo.

La forma de ser de los animales que tienes más cerca resta gravedad a la vida, aleja las emociones negativas, que son patrimonio nuestro, de los humanos. Es un error –afirman los expertos– identificar las conductas instintivas y poco reflexivas de nuestras mascotas con los patrones de comportamiento de las personas –como si la razón nos gobernara en todo momento–, o con los valores absolutos, como la bondad, la maldad, la solidaridad o la empatía.

Es un error, considero, catalogar a los compañeros de vida como simples integrantes de otra especie. Si los quieres como para sonreír o como para llorarlos es que son familia.

En ‘30 maneras de quitarse el sombrero’, Elvira Lindo recuerda que la escritora estadounidense Dorothy Parker solía ir con su perro Robinson a los bares de Nueva York. El animal aguantaba las horas de trasnoche bajo la mesa, mientras la poeta apuraba los güisquis. Cuando regresaban al apartamento, compartían un somnífero y dormían hasta el final de la mañana.

Hay tantas imágenes demoledoras de la catástrofe del fuego, tanto daño ambiental, tantas casas destruidas, que puede parecer frívolo, pero también me preocupa si el gato blanco de Alixo (O Barco) al que Brais Lorenzo encontró en el monte, asustado en la ceniza, sigue teniendo un hogar al que volver.

Donde, pasados los días y rumiada la tristeza, regrese la normalidad, tan denostada a veces, tan añorada cuando falta. Donde cambiar de mullido en la siesta sea lo más relevante del día.