Padecíamos hasta ahora los gallegos una extremada reputación de tacaños sólo comparable a la de los escoceses; pero, por fortuna, las últimas estadísticas han venido a refutar esa infamia.

Bien al contrario, la supuestamente aforradoriña Galicia es el segundo reino autónomo en el que menos se ahorra de toda España. O eso dice el último estudio de las cajas de ahorros, que algo sabrán del asunto.

Entre los que más economizan y miran por la peseta están los catalanes; pero no tanto como los vascos, los navarros o los riojanos, ciudadanos todos ellos de gran habilidad en el cuidado de la hucha.

En el caso catalán parece cumplirse el tópico, pues no en vano la palabra peseta ("piececita", en castellano) procede del melodioso y comercial idioma de Cataluña en el que se acuñó aquél famoso refrán: "Salud y pesetas; lo demás son puñetas". Ninguna razón lingüística o étnica avala, sin embargo, el notable carácter ahorrativo del país vasco-navarro, el de La Rioja e incluso el de las Baleares que revela el antes mentado informe.

Acaso una sencilla explicación -en modo alguno étnica- es la que sugiere que ahorran más los que más ganan. Dado que Euskadi, Cataluña, Navarra y las Baleares están a la cabeza de la prosperidad económica de la Península, parece razonable deducir que el mayor volumen de ahorros se corresponde exactamente con los más grandes niveles de ingresos. La excepción que confirma la regla sería Madrid, rica autonomía que, sin embargo, manifiesta una baja tendencia a guardar el dinero en el banco.

De modo inverso, la norma sería perfectamente aplicable a Galicia. Los sueldos gallegos son de los más bajos de España junto a los de Andalucía, reino autónomo que comparte con éste la menor tasa de ahorro de entre todos los de la Península. No ha de haber casualidad alguna en ello. De donde no hay, no se puede sacar y mucho menos guardar.

Bien es cierto que, en realidad, el concepto del ahorro basado en la hucha, la caja o el banco ya resulta un poco antiguo. Más que ahorrar, los peninsulares -gallegos incluidos- prefieren endeudarse ahora con el banco a veinte, treinta o cincuenta años para adquirir un piso, que a fin de cuentas el ladrillo nunca deja de revalorizarse. Es una curiosa mezcla de ahorro e inversión basada en la hipoteca, aunque la fórmula pueda tener sus riesgos en el caso de que el famoso globo inmobiliario estalle algún día y deje a la mayoría de la población con un piso desvalorizado y muchos años de deuda amortizable por delante.

Como quiera que sea, ha perdido validez el mito del gallego aforradoriño y cauteloso que se privaba de casi todo en la emigración para construir un pequeño capital con el que montar un negocio a su vuelta a Galicia. Entre otras cosas, porque ya no emigramos, claro.

Quizá para resarcirnos de toda esa penuria histórica de los dos últimos siglos, los gallegos nos estemos dando ahora al disfrute de la vida, que al fin y al cabo son tres días y dos de ellos, nublados.

No es que derrochemos, pero tampoco se puede decir que miremos mucho el gasto. Basta enumerar las cuatro mil fiestas gastronómicas siempre abarrotadas de público papador, la proliferación de vinotecas y tiendas de exquisiteces o el éxito garantizado de cuanto restaurante abra en Galicia. O la creciente costumbre de viajar por el mero gusto de hacerlo y no, como sucedió durante tan largas décadas, para buscar por esos mundos el trabajo y el futuro que aquí faltaban.

El informe de las cajas no ha hecho más que certificar la sensata opción a favor del goce de los placeres de cada día que los gallegos parecen haber tomado, en lugar de esa mortificación algo luterana que es el ahorro. Después de todo, no trae cuenta ser el más rico del cementerio; y bien sabido es que lo que se gasta en vida se ahorra en farmacia. El avaro Manolito Goreiro de Mafalda ya es un mito color sepia.

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