Opinión
Vivir despistados
Es dificilísmo vivir sin distraerse, quizá imposible
Cuando alcancé la página 127 de La llamada (Anagrama), de Leila Guerriero, me vi ante uno de esos pasajes esclarecedores, llenos de detalles accesorios, que en cambio sirven para hacerse perfecta idea de cómo es alguien, y en qué medida quizá se parece a un conocido, o incluso a uno mismo. Esa página y la siguiente se alejan, o funcionan, según se mire, como lenta aproximación a las cuestiones más centrales y delicadas del libro.
Silvia Labayru, en quien Guerriero pone su mirada para trazar un complejo y rico retrato, es una ciudadana argentina secuestrada a finales de 1976, en plena dictadura, por militares, que la trasladaron a la Escuela de Mecánica de la Armada, donde la torturaron, la obligaron a hacer trabajo esclavo y la violaron sistemáticamente.
Al contrario que miles de jóvenes que murieron asesinados en el edificio, ella fue liberada en 1978, y recuperó el hijo que había tenido durante su cautiverio y que los militares habían entregado a los abuelos. La libertad, sin embargo, dio paso a nuevos infiernos. No cuento más.
Nada de esto, en cualquier caso, se ventila en las páginas 127 y 128. Ambas ayudan a entender cómo de despistada es Silvia Labayru, y en qué medida eso explica ciertos episodios de su vida.
La escritora repasa algunas de sus distracciones en una lista cómica: en invierno de 2021 perdió dos teléfonos, que acabaron apareciendo; se dejó las gafas en el asiento de un taxi; perdió un vuelo porque no revisó las condiciones de migración; en 2023, dejó olvidado el teléfono en un hotel de Uruguay. Muchas veces, al regresar de hacer la compra, y aparcar, descarga las bolsas y después las olvida y se va. Por dos veces casi quema su casa, una cuando se olvidó los biberones en el hornillo y se derritieron y ardieron, y otra cuando puso coliflor a hervir y se fue del apartamento. Por no hablar de que nunca encuentra las llaves del coche, o de la vez que se dejó el bolso en el banco y solo se dio cuenta de que le faltaba a las siete horas.
Es dificilísimo vivir sin distraerse. Quizá imposible. Aunque cada uno lo haga con una intensidad diferente. Semanas después de leer el libro de Leila, escandalosamente bueno, recalé en La condición despistada (Candaya), del profesor Jesús García Cívico, un ensayo en el que trata de mostrar cómo quizá esa característica es en el fondo una condición universal, que nos abarca a todos, partiendo de un estudio de la universidad de Harvard según el cual el 47% de las personas tiene “la cabeza en otra parte”, y nos pasamos “casi la mitad del tiempo de nuestras vidas pensando en algo distinto de lo que estamos haciendo”.
Los autores consideran que dedicamos más energía “a los proyectos futuros y a las variaciones imaginativas sobre el pasado que a los hechos más tangibles y a los productos terminados”. El propio Calero sería un ejemplo todavía más ilustrativo que el de Silvia Labayru. También él perdió teléfonos, y carpetas, y máquinas de fotos, y una moto, y varios cascos y una bicicleta. De hecho, una vez perdió un automóvil. Y no lo encontró jamás.
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