Opinión | Parece una tontería

Matar un sueño

En una separación quedan siempre cosas en el aire, en la irrealidad

Me paré a hablar en la calle con una vecina, que acabó contándome que en cierta etapa el sueño de su vida fue tener una casa con una buena plaza de garaje. Enfatizó lo de la plaza de garaje, y la entendí. Contar con un sitio en el que dejar el coche sin dolores de cabeza, y no caminar más que unos cuantos pasos para entrar en casa, produce un bienestar auténtico. Nuestras calles están llenas de fantasmas conduciendo a la caza del instante en que un vehículo se va para quedarse con su sitio. Muchas veces ese conductor desolado, que rodea una vez y otra la manzana, hemos sido nosotros.

Un día, aquel sueño de mi vecina acabó por cumplirse. De hecho, ahora dispone de un buen apartamento, y no una sino dos plazas de aparcamiento. Lo que no tiene es coche. Hace años que se deshizo de él por circunstancias sobrevenidas, que, como sabemos por experiencia, son de naturaleza desagradable.

Los sueños se van quedando atrás. Te ofrecen compañía durante un tiempo y luego se diluyen. Decaen por su propio peso o porque nos desembarazamos de ellos expresamente, se hayan cumplido o no. Matar un sueño representa una modalidad más de sueño. El uso del verbo matar para referirse a los sueños conecta con aquello que decía Faulkner cuando recomendaba: “Mata a tus ídolos”. Al fin y al cabo, entre sueños e ídolos se tiende un sutil vínculo, ¿no?

De todas las maneras de relacionarse con los sueños hay una muy enigmática: el del sueño que se consuma a pesar de que tú jamás lo alentaste. No tener determinado sueño, y que se cumpla, ¿eso qué es? Pasé por esta situación hace unos días, poco después de que una amiga se separase de su marido. En una separación quedan siempre cosas en el aire, en la irrealidad, y pierden para siempre la oportunidad de volverse ciertas, palmarias. Es lo que ocurrió con unas zapatillas que mi amiga regaló a su pareja poco antes de la ruptura, y que él nunca llegó a ponerse. Cuando se marchó de casa, optó por no llevárselas.

Las zapatillas –ni bonitas ni feas– permanecieron en una caja varias semanas, hasta que a mi amiga se le ocurrió la idea de regalármelas por el Día del Padre. Qué es un regalo sino un sueño. Me contó la historia del calzado. “Están sin estrenar, pero son un cuarenta y cuatro”, me advirtió. “Haz lo que quieras con ellas”. Yo uso un cuarenta y dos. De todas formas, las acepté. Qué iba a hacer. Los regalos de los amigos hay que aceptarlos siempre. Pero ahora la situación es agónica. No puedo caminar por el mundo con dos números más del que me corresponde. Diría que tampoco puedo devolver el regalo. Estoy atrapado en un sueño que no pedí. Me pregunto si ahora debería regalarlas yo. Me produce incomodidad moral, aunque me dijo que hiciese lo que quisiese con ellas. ¿Voy a imponerle el sueño de mi amiga a otro? Es inhumano. Lo que me hizo considerar la idea de venderlas, y enseguida descartarla, porque Wallapop es un campo en el que siempre salgo vapuleado. Creo que prefiero quedármelas, a pesar de que no vaya a usarlas nunca.

*Escritor

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