Opinión | Crónicas galantes

La España profunda de Madrid

El sueño del español ya no consiste en vivir de rentas. Mucho mejor y más provechoso es vivir de las comisiones que permiten adquirir en un pispás los Maseratis, los casoplones, los yates y demás atributos de la prosperidad personal.

Los comisionistas que se han adueñado del país tienen la misma vocación de vagos que los rentistas; pero hacen dinero a lo grande y con mucha mayor rapidez. Si las rentas inmobiliarias o agrarias eran en general heredadas, el oficio de intermediario, más trabajoso, exige buenos contactos en las esferas del poder.

Quizá eso explique el hecho de que la mayoría de los asuntos de comisiones aflorados en las últimas semanas se produjesen en las cercanías de la capital de España. Hasta podría dar la impresión de que la principal industria en la Corte y su Villa adjunta es el cobro de primas a cambio de la mediación en contratos con organismos del Estado.

Esto obliga a reconsiderar el concepto de la España profunda, que hasta el momento aludía a las zonas más rurales del país. Bien al contrario, el desfile de buscavidas y personajes valleinclanescos que parecen haberse enriquecido a cuenta de la pandemia se produjo en entornos netamente urbanos y, en teoría, desarrollados.

Tampoco hay por qué sacar impresiones exageradas de lo que está sucediendo estos días. No es necesario recordar que, en Madrid, distrito federal, abundan las industrias, los servicios y, en general, todas esas notas que caracterizan al primer mundo.

Cuestión distinta es que algunos de sus gobernantes muestren un raro interés en atraer casinos de juego y en confiar la política de vivienda a fondos de especulación. O que entiendan la libertad como un asunto limitado al ramo de la hostelería.

Algo habrá de influir, también, la acumulación de ministerios y organismos oficiales que se deriva de la condición de capital de un Estado. Es una circunstancia en modo alguno anecdótica que propicia –en Madrid y acaso en Pekín– la existencia de lobbies montados por exministros, junto a la de conseguidores que aprovechan su proximidad al poder para hacer negocios.

“Aunque la España de caciques y logreros se haya hecho urbana, sus viejas mañas no han cambiado”

No es el único sitio donde estos lances ocurren, naturalmente. El arte de la comisión funciona también en lugares reconocidamente industriosos como, un suponer, Cataluña; donde alcanzó fama años atrás la llamada política del 3 por ciento. Ahí se ve que el pelotazo no distingue entre secesionistas, unionistas, izquierdas ni derechas.

Lo que sí ha cambiado es la ubicación de la España profunda, que antes se percibía como un territorio de catetos y ahora ha adquirido un resuelto carácter urbano.

Es en las grandes ciudades donde circulan los comisionistas y otros apandadores sin más mérito que su ventajosa intimidad con quién esté al mando. Algunos acaban entre rejas, desde luego; pero aun en ese infortunado caso, ya han acumulado capital suficiente para vivir de rentas el resto de su vida. Y de la cárcel se sale, claro está.

Aunque la España de caciques y logreros se haya hecho urbana, sus viejas mañas no han cambiado. Rentistas antes y comisionistas ahora, todos coinciden en rehuir el nefando vicio del trabajo, que aquí siempre ha sido cosa de pringados.

A esta moderna Corte de los Milagros, tan abundante en buscones, suripantas y pícaros, ya solo le falta un Valle Inclán en el papel de cronista.

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