Opinión | Tierra de nadie
Turbulencias mentales
Si los dos momentos más peligrosos de un vuelo son el despegue y el aterrizaje, los dos más peligrosos de la vida son el nacimiento y la defunción. Cada día, al despertarnos y al acostarnos, reproducimos metafóricamente esos dos instantes. Al meternos en la cama, nos atacan los remordimientos por lo que el día pudo haber sido y no fue; al despertarnos, la ansiedad por llenar como es debido las horas que se extienden por delante, ignoramos si como promesa o como amenaza. Una vez duchados y vestidos, y si no se producen turbulencias graves (una llamada anunciando el fallecimiento de un ser querido, por ejemplo) la jornada discurre con tranquilidad porque disponemos de multitud de mecanismos de defensa para engañarnos o justificarnos. Contamos, además, con los placeres de la comida, de la tele, del paseo, de la lectura… La sensación de vacío no ataca, pues, hasta el aterrizaje, cuando uno se mete de nuevo entre las sábanas y se pregunta por el sentido de la vida. De ahí las ventajas de estar muy ocupados, de tener una agenda llena de compromisos. No es probable que un subsecretario se pregunte por el sentido de la vida, ni siquiera por el sentido del telediario.
Hay turbulencias en el vuelo a Bilbao en el que le doy vueltas a estos asuntos. Nos han dicho que nos pongamos los cinturones de seguridad y que no vayamos al servicio. Al poco, el avión sufre una caída que nos pone el corazón en la garganta, como cuando bajas de una torre muy alta en un ascensor ultrarrápido. El hombre que viaja a mi lado me coge de la mano. Comprendo su miedo.
–Peores son las turbulencias mentales –le aseguro con una sonrisa para darle ánimos.
Atravesado el temporal, retira su mano un poco avergonzado. Le digo que no se apure, que esa es una de las utilidades de las manos: la de cogerse a un clavo ardiendo, aunque el clavo ardiendo, en este caso, haya sido yo. No hay manos mentales. La mente tiene sus limitaciones como las navajas suizas, pese a su versatilidad, tienen las suyas.
Esa noche, en el hotel en el que he ido a caer, me acuesto pronto y permanezco mucho rato con los ojos abiertos, en dirección al hondo techo, haciendo una contabilidad de mi vida, comprobando si el Haber cuadra con el Debe.
En fin.
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