Amor primero

Juan Gaitán

Juan Gaitán

Antes del primer amor hubo un primer libro, y una primera librería, y también un primer librero. La frase no es mía, es de Rosa Francia, elegantísima, brillante y señorial en todo. Nos iluminó con ella el otro día, en la presentación de un libro. Estábamos entre amigos, pero yo creo que lo dijo por mí. Las grandes frases tienen eso, que parecen haber sido dichas exclusivamente para ti.

Porque yo tuve un primer amor de esos, pero me sucede con él como a mi adorado Pedro Garfias con aquella novia de la que contaba en un poema que tituló “Novia regiomontana” y que decía: “Se llamaba... se llamaba.../ No sé cómo se llamaba./ Yo recuerdo que su nombre me sonaba/ como el viento entre las ramas,/ como el prado bajo el agua./ (…)/ Cada día el nuevo día/como ella se llamaba”.

Recientemente se han publicado los datos del Barómetro de Hábitos de Lectura y compra de libros. Los índices se mantienen más o menos estables, dice el informe, y tenemos, seguimos teniendo, un tercio de conciudadanos que no lee jamás. Al parecer, son los mismos que nunca entran en una biblioteca o en un museo.

Así que una de cada tres personas de este país no ha conocido aún a su primer amor. La desgracia tiene múltiples formas, pero esta es una de las más crueles. Hay gente, mucha gente, que no ha encontrado ese primer libro que te llena el alma y te la agranda. Ese libro primero que hace navegable la existencia, que da sentido a tantas cosas que sin él no la tendrían, que colma una madrugada en que te sentiste lejos de todo, incluso de ti mismo, y una palabra, un párrafo, una página, te salvo del abismo.

No recuerdo el primer libro que leí, aquel amor primero. Pero este tipo de amores admiten la promiscuidad y recuerdo otros que fueron esenciales en algún momento. Velé la agonía de mi padre con Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio, y lloré mi desconsuelo por su muerte aferrándome a Para cuando ya no importe, de Juan Carlos Onetti: “Un beso como un ausente en mis dos mejillas. Después silencio”.

Cuando yo me vaya no dejaré mucho. He tenido siempre muy poca desenvoltura para ganar dinero. No soy dueño de grandes propiedades, mi cuenta bancaria es exigua y mi trabajo no da para mucho más allá que para pagar “la ropa que me cubre, la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”. A mi hija solo podré dejarle en herencia unos cuantos miles de libros, una familia numerosa y bien avenida de la que habrá de hacerse cargo con la encomienda de amarla como yo la he amado.

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