Crónicas galantes

La política insultante

Ánxel Vence

Ánxel Vence

“No es aceptable el nivel de insultos al que ha llegado la oposición”, dijo el otro día Pedro Sánchez para denunciar el clima levemente barriobajero en el que se mueven los políticos en España. Razón no le falta al presidente, aunque mucho es de temer que se haya quedado corto de memoria.

Esto de injuriarse en público viene de lejos, en realidad. Hace algo más de ocho años, en diciembre de 2015, el propio Sánchez calificó de indecente a Mariano Rajoy en el fragor del debate que los dos mantuvieron poco antes de las elecciones que estaban a punto de celebrarse.

Cuestionar la decencia del adversario es agravio de orden mayor, pero, sobre todo, antiguo. La decencia, como se sabe, es el aseo y la compostura que dan lustre a una persona: y también, en la segunda acepción del diccionario, su recato y honestidad.

Quien reprocha a otro la falta de recato –es decir, de decoro, pudor y hasta castidad– está utilizando, tal vez sin advertirlo, conceptos típicamente conservadores, por más que ejerza de socialdemócrata. Algo así como la noción de “españoles de bien” que utiliza ahora una parte extremada de la derecha para distinguir a los buenos de los malos. O a los decentes de los indecentes.

Curiosamente, el hábito de insultar quiso normalizarlo en su día Pablo Iglesias (El Joven), quien poco después se convertiría en socio gubernamental de Sánchez a título de vicepresidente. Sostenía y acaso sostenga aún Iglesias que cualquier persona con presencia pública –ya sea político o periodista– está sometida “tanto a la crítica como al insulto”. Habría que “naturalizar”, a su juicio, la conducta de quienes recurren a la injuria como argumento en el debate político.

“El otrora severo y formal ámbito de la cosa pública ha devenido en corral de gallos”

Se diría que le han tomado la palabra, a juzgar por la proliferación de insultos y hasta conatos de agresión que se producen últimamente en el Congreso, en los parlamentos autonómicos y/o en el más modesto ámbito municipal. El otrora severo y formal ámbito de la cosa pública ha devenido en corral de gallos que entienden su oficio como el arte de cacarear con más fuerza y grosería que sus contrincantes.

Estamos solo a un paso de que aquí se reproduzcan las costumbres pandilleras de la asamblea de diputados de Taiwán, famosa por las bofetadas que se intercambian sus miembros en los vídeos de YouTube.

Contrasta este ambiente de crispación y malos modos con el sosiego que se vive en las calles del país. Afortunadamente para todos, los paisanos se resisten a tomar el (mal) ejemplo de quienes en teoría los representan. Por llenas que estén las terrazas y otros lugares de esparcimiento, es raro que los ciudadanos del común se enzarcen a golpes o siquiera zanjen con el insulto sus discusiones sobre la política o –lo que es más importante– el fútbol.

En esto se conoce la distancia que separa, felizmente, a los políticos de quienes les votan. Estos últimos han entendido mucho mejor la famosa réplica de Thomas de Quincey a cierto interlocutor agresivo: “Ya he escuchado su insulto. Ahora espero su argumento”. Los diputados y hasta los concejales están más bien por hacer de la política un asunto insultante. Luego se quejarán de que casi nadie les haga caso.

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