Amor, fantasmas, murciélagos y anguilas

Estos días asistí a la presentación de dos libros, “Mirafiori”, de Manuel Jabois y “Onde ferve a memoria”, de Xavier Rodríguez Baixeras. Las dos magníficas. En la primera, exuberante, brillante, disfruté. En la segunda, tranquila, sosegada, además, aprendí muchas cosas.

Algún punto en común entre los dos escritores: los viajes en tren les han inspirado en algún momento de su vida y en ellos se gestaron capítulos o incluso libros enteros; y la adolescencia, cuando la vida realmente comienza a florecer. No necesariamente la infancia. Entendidos nos recuerdan que Rilke nunca dijo, o al menos nunca lo escribió, que la infancia fuese la verdadera patria de las personas o de los poetas. Sin embargo, hay diferencias entre los dos autores, entre ellas, uno es periodista todo el día, mientras que el otro solamente es poeta cuando se sienta a escribir poesía, le parece muy cansado ser poeta las veinticuatro horas del día.

Con el uno disfruté enormemente deleitándome cómo esbozaba brillantemente ciertos aspectos de su novela, rupturas amorosas, quizá más ficticias que reales, e historias de fantasmas, quizá más reales que ficticias. Con el otro aprendí cómo ensoñaciones con murciélagos y anguilas, animales clave del libro de poemas, pueden adentrarse en lo más profundo del propio ser, de uno mismo. Como al llegar a la puerta de la casa y verificar que la huella de la propia mano que hay en ella es realmente la tuya, y saber que inevitablemente se es uno mismo, permite adentrarte en tu propio fondo y explorar remotas vivencias en lo más recóndito de ese subconsciente que al parecer todos tenemos escondido en alguna parte de nosotros mismos.

"Los murciélagos son raros, es verdad, pero a mí no me resultan ni asquerosos ni temibles"

Al penetrar en el interior de esa casa lúgubre, húmeda y oscura, el visitante ve cómo vuelan entre inaudibles gritos cientos de temidos murciélagos. Ahí me quedé algo desconcertado y pensativo. Yo no asocio a los murciélagos con lo misterioso y oscuro. Vivo en una zona, quizá no demasiado habitada, donde en las noches de verano cuando salgo con la intención de ver y disfrutar de las estrellas lo que normalmente alcanzo a percibir, sentir, casi intuir, son los ágiles zigzagueos de numerosos, y para mí simpáticos, murciélagos que además de tener las cinco vocales, lo que ya no es poco, comen abundantes cantidades de esos pesados mosquitos que tanta lata dan en las noches veraniegas. Los murciélagos son raros, es verdad, pero a mí no me resultan ni asquerosos ni temibles.

Algo parecido me ocurre con las anguilas. Asociadas muchas veces con sinuosos áspides o con oscuros y putrefactos lodos, me resultan muy simpáticas. Su alargado y sinuoso cuerpo me resulta atractivo, su metamorfosis me hace recordar las súbitas transformaciones de la vida, sus migraciones la búsqueda de lo nuevo, lo desconocido, y su regreso a los orígenes para hacer la puesta final me parece entrañable. Y siempre las asocio al triunfo y alta valoración de los científicos e investigadores que acontecía en el pasado y que ahora ya no ocurre.

La vida, el ciclo vital de las anguilas, era un misterio hasta hace aproximadamente un siglo. Aunque ya desde los tiempos de Aristóteles se sabía que las anguilas viajaban desde los ríos al mar para hacer su puesta, no se conocía exactamente donde se producía. No fue hasta 1922 cuando el gran científico danés Johannes Schmidt, excelente oceanógrafo y biólogo marino, después de 19 años de investigación verificó que la puesta de las anguilas tenía lugar en el mar de los Sargazos. Este descubrimiento tuvo una enorme e inmediata repercusión internacional. De tal manera que al regresar de su campaña de investigación y hacer escala en El Havre el gobierno francés le hizo un gran homenaje y le nombró Caballero de la Legión de Honor. ¿Se imagina alguien que en la actualidad se haga un homenaje de tal importancia a un científico por descubrir donde nace un pez por muy curioso y raro que sea?

Suscríbete para seguir leyendo